Me asomé por la ventana y el montón de tierra que escondía el cuerpo, mostraba las primeras señales de vida cuando unas flores moradas y silvestres, se hicieron paso entre los surcos de tierra. Prendí un cigarrillo y dediqué varios minutos a observar el cuerpo oculto, bajo la tierra, como debía ser. Unos niños jugaban en la calle, pateaban el balón y de vez en cuando, este pasaba por el montón de tierra y salía disparado contra mis paredes. La primera vez que lo hicieron me miraron con una mezcla de susto y desafío. Les sonreí de regreso y manoteé para invitarlos a recoger su balón. El cigarrillo hizo una estela de humo. Entraron al jardín por mi pelota. Pisaron el cuerpo. No lo escuches, me dije.
Esa noche me encargué de todo. Hice pedazos el cuerpo, lo bañé en ácido, limpié la sangre en la habitación, compré boletos a ningún lugar usando su tarjeta de crédito, hice una lista de todos los detalles, todos los ángulos posibles. Jamás me había dedicado tanto a un trabajo. Pero los alaridos… siguen ahí.
Su familia ya no me hablaba por teléfono para preguntarme si ella se había comunicado conmigo. Se fue, les dije, se fue para ya no regresar. Entonces tuve la suerte del culpable–. Si quieres venir en Navidad, eres bienvenido. Probablemente nos veamos todos en Navidad. Ella regresará –Me dijo su padre. Un año entero para que el cuerpo se desapareciera bajo la tierra. Los gusanos, los escarabajos, las hormigas, los rayos ultravioletas, un dios lo harían polvo bajo la tierra, bajo ese montón de tierra donde una pelota pasa y los niños continúan persiguiéndola porque son terribles como futbolistas. El cuerpo gritaba cada que sus pies pequeños pisaban el jardín para recoger el balón. Podía escucharlo. ¿Soy el único que lo escucha? Alaridos de mediodía.
¿Vinieron a preguntar por ella? Por supuesto que sí. Vino la policía (varias veces) y un investigador privado contactado por su familia. Sus pies pisaron sobre el montón de tierra cuando caminaron a mi puerta y tocaron con fuerza, como lo hacen todas las figuras con una autoridad sobre los hombros, pero su eficiencia o el temor a la verdad, les impidió descubrir el cuerpo bajo sus pies. No tenían oído para escuchar sus gritos. El cuerpo esperaba un descanso definitivo. Hicieron sus preguntas, yo respondí y a medida que recordaba nuestros momentos juntos, desde el inicio hasta el final, lágrimas se acumulaban en mis ojos y mi nariz moqueaba. No veas a un hombre llorar, me decía mi abuela, es lo más triste del mundo. En cada ocasión me temblaban las manos, en cada ocasión hacía una pausa dramática para encender el cigarrillo que me traería paz, en cada ocasión los policías, los detectives privados, los vigilantes, ponían una mano sobre mi hombro y me dejaban en paz. Era la suerte del culpable. Esa suerte que se caracteriza por presentarse cuando más la necesitas, pero menos satisfacción te deja porque en algún lado, un resquicio del alma, deseas que te descubran bajo la red de mentiras y te retiren la máscara.
Los niños patearon el balón lo suficientemente alto y llegó a mi techo. Escuché el rebote del balón. Se perdió para siempre, les grité a los niños, aventé el cigarrillo al jardín y me alejé de la ventana. Por fin, pensé, dejarán de pisar el cuerpo y tal vez así deje de gritar. Uno de los niños golpeó mi coche. Tronó un vidrio, probablemente uno de los faros. Un pequeño precio a pagar por esconder un cuerpo en mi jardín.