Tiré el churro cuando lo vi y no lo pisé porque no creí que estuviera ahí. El grifo estaba cavando un agujero con sus patas de león en el jardín de mi vecino. No sabía qué hacer. Estaba sorprendido porque jamás había visto un león, mucho menos un águila, y además combinados en una sola figura tan de cerca. Alcé mi churro, me fumé las tres y pensé que debía seguir mirando, por si alguna vez quería pintarlo o contárselo a alguien. Sus alas plegadas y cafés las mantenía con gracia contra su lomo y su tamaño, era menor que el de un caballo adulto. Que mamón, de pronto soy un experto en grifos. Creí que no se había percatado de mi presencia, cuando alzó su mirada y nuestros ojos se encontraron. Sus ojos de pájaro penetraron mi cuerpo, leyeron mi alma, alzó el pico y trinó haciendo eco en todo el vecindario. Los perros respondieron ladrando al sonido extraño. Escuché ventanas abrirse detrás de mí. Le ofrecí mi churro al grifo, pero este continuó haciendo su agujero.
Tres minutos más tarde, llegó la policía, los bomberos y control de animales. Acordonaron la zona y un policía joven me pidió que diera unos pasos atrás, pero no me quité de la primera fila. Los vecinos chismosos miraban al grifo, le tomaban fotografías con sus teléfonos. El más listo se trajo una cámara reflex. El jefe de control de animales, un hombre calvo y moreno, discutía con el jefe de morenos, un hombre viejo y arrugado. El mismo policía pasó a mi lado, oliendo mi mota. El policía me hizo cara de “no mames” y luego se relajó, seguro pensó en pedirme un toque. Se lo hubiera dado, si lo hubiera pedido. El grifo, sin embargo, seguía cavando el agujero. Una lombriz colgaba de su pico. Se estaba alimentando. No parecía sentirse preocupado por el sonido de las sirenas, sus alas continuaban plegadas y de vez en cuando alzaba la vista para mirarnos, trinar y seguir cavando. Supongo que ser una bestia mitológica tiene sus beneficios, te da una seguridad insuperable.
Otras tres, otra vez el grifo. El jefe de control de animales gritó–. Esto no se resuelve con una red, no me chingues. Nadie se le acerque a esa madre. ¿Ya hablaron al zoológico? –Señor, el término es grifo –corrigió un atentísimo espectador antes que lo hiciera yo. El grifo entonces alzó la mirada. Su cabeza de águila se giró para mirarnos a todos los presentes. Los presentes guardamos silencio, incluso los perros. Mi churro se me estaba acabando. Cuando creímos que otra cosa imposible no podría suceder, una mujer voluptuosa de vestido pequeño salió de la casa de mi vecino. Una joven rubia. El corazón me latió rápidamente. Al policía se le cayó la quijada, el jefe bombero y el jefe animal se callaron la boca para mirar y el churro se me acabó, me quemó los labios, se me cayó al piso. La mujer caminó lentamente hacia el grifo, como si no existiera el mundo normal, ese mundo mierda y se montó a él. Acercó sus labios para susurrarle algo. El grifo avanzó unos pasos, extendió sus alas y sus patas se empezaban a despegar del suelo.
Mi corazón latió tan rápidamente, mi corazón ordenaba: tengoquéhacerlotengoquéhacerlotengoquéhacerlo.
El grifo empezó a volar y se alejaba de la calle, de la gente, de las camionetas de noticieros que apenas llegaban. Extendí mi mano y traté de llevar su paso. –Llévame contigo –grité, mientras corría y algunos curiosos más corrían conmigo–. ¡Por favor, llévame contigo a dónde vayas, no importa dónde sea! –Salieron lágrimas de mis ojos, cosa que le atribuía al churro y su etapa de lágrimas. Mi grito fue escuchado, porque la mujer de vestido volteó a mirarme, me sonrió y se acercó a la cabeza del animal para susurrar otra cosa. El animal giró y voló hacia mí. La gente que me seguía se frenó. Yo alcé ambas manos, sentí como el monstruo empujaba el aire con sus alas y forcé a que mis piernas se quedaran en su lugar. Sentía que si me dejaba caer, lo perdería todo.
Ella tocó mi mano.