En la segunda semana de diciembre me enfermé de una gripa, pero era una gripa buena onda. Terminó diciembre, empezó Enero y regresamos a casa. Dos días después, me levanté con un dolor en todo el cuerpo y sólo pensaba–. No, no puede ser que me esté enfermando de nuevo. Seguro me duele porque ya casi tengo treinta años y el cuerpo me debe doler en algún momento –Un par de horas después, me dolió la cabeza y empecé a sentir una leve molestia en la garganta. A las seis de la tarde, sentía una especie de temperatura y el dolor de cuerpo molestaba tanto, que mejor me fui a la cama a dormir. Soñaba con Beyoncé y Cuba Gooding JR. porque vi fragmentos de la película en televisión, interpretando un videojuego similar al de Ace Attourney y Game Dev Story. Toda una combinación de talentos, recuerdo que pensé, mientras daba vueltas con el cuerpo cálido y dormía, abría los ojos, dormía otra vez. No dejaba de pensar, tampoco, si debía tomar Theraflú o cualquier cosa con Paracetamol en la receta. Resulta que estoy tomando los sobrantes de Antiflu-Des. Siete cápsulas de poder paracetamólico y, según las advertencias, alucinógeno.
Pero esto es un cuento, y los cuentos deben tener una buena dosis de mentiras, un final que lleve a una enseñanza, pequeñas verdades entre líneas, quién sabe. Los cuentos, pues, no deben asociarse de forma alguna con la vida que lleva uno. Eso los hace interesantes, legibles. ¿A quién le interesa la anécdota de un escritor enfermo, encamado, con la nariz moquienta y los ojos rojos? A no ser que seas Marcel Proust no le veo sentido.
Entonces, desarrollaré el cuento platicando la primera mordida que le di a la cápsula de paracetamol y me llevó, de alguna forma, a los recuerdos que tuve de enfermedad y ocio. La enfermedad es mala, porque el cuerpo pide dormir, pero mi cuerpo acostumbrado a no dormir prefiere tolerar la enfermedad que llevarse directo a la cama. Si a la cama me fuera, entonces me espera ese momento incómodo de la nariz tapada, no importa como me acueste y a sonarme la nariz hasta perder tres cuartos de la materia gris que todavía reside en mi cerebro. Aquí estoy ahora, ni modo, escribiendo mientras mis dedos se sienten debilitados por los bichos de fin de año y reviso tres veces más lo que ya escribo, porque los dedazos y la falta de acentos –la maldita redacción–, es más terrible que de costumbre.
Pero esto es un cuento, y no sé porque no me separo de la enfermedad. Tal vez la enfermedad es una mentira. Alguien me escribió enfermo, agripado, con mocos, cuando de verdad estoy en una playa lejana, con lentes oscuros y mis ojos siguen discretamente a las nenas que mueven las caderas al compás de un sol que se las broncea. Ni más poético y postmoderno puede ser. Ese hombre en la playa, frívolo y falto de sustancia, en su momento más aburrido de las vacaciones, escribe cruelmente como su paralelo se enfermó y como al morder la primera cápsula de paracetamol, se sintió guiado al pasado de su cuerpo intranquilo e insomne. –Esta noche –dice el culero– dormiré como un bebé. Y no lo dudo, mientras yo estoy aquí, encerrado en cuatro paredes, encerrado en un texto de unos cuantos párrafos, tratando de curarme de una enfermedad de la cual si nadie desarrolla una cura, jamás me curaré.
Tal vez pueda desafiar la frivolidad de aquel hombre y hablar de un elixir maravilloso que me estoy tomando y el cual, como un recurso aparentemente mágico, está curando mis pesares. Aunque tú y yo sabemos que eso no es cierto, que esos elíxires no existen y que la única manera de curar las gripas y resfriados, es tomando muchos líquidos y abusando del reposo (y el reposo cuando es necesario, no es abuso… pero ya estoy acostumbrado a sostener el cuerpo de pie, aún cuando la enfermedad me ataca). ¿A quién quiero engañar? Ni aún siendo un cuento, puedo atravesar esa línea. Siento que estoy quebrando algo al inventar el elixir maravilloso que cura todos los pesares. Siento que si existiera y este llegara a mis labios, una desgracia terrible caerá sobre mí por robarle algo que sólo existe para los dioses.
Ni los personajes se salvan de sentir culpabilidad y desconfianza cuando una solución mágica se les pone enfrente. Yo, como personaje, me he dispuesto a sufrir la enfermedad. Supongo que mi otro yo, ya lo sabía, sabía que seguiría ese triste camino del reposo y los recuerdos del niño enfermo de gripa. Sabía que no importando cuantas cuartas paredes rompiera o ayuda pidiera, todo se quedaría en planes y buenos deseos. Mi otro yo se largó a una fiesta, a mirar a las nenas en minifalda y ver como se les cae el tequila de la boca porque pretenden, sí… bien pretenden, que no saben tragar lo amargo de un sólo bocado. Yo, yo sólo me trago los mocos y espero a que mi cuerpo me diga que ya estuvo bueno, que debería ir a la cama a perderme con las sombras del techo y convulsionarme moviéndome de un lado a otro, hasta que el cansancio sea tal, que ni recuerde que estuve enfermo.