Ayer, un Titán de brazos fuertes, piernas indestructibles y ancha espalda, cargó dos garrafones de agua con todas sus fuerzas durante unos cuantos metros. Hoy, está tomando paracetamol porque el dolor de espalda es tan intenso que apenas puede moverse. Se ríe de su circunstancia. Siente que está encorvando la espalda como si fuera un viejo cada que camina, que baja escaleras o que toma asiento frente a la computadora. “Dolor no te faltará”, es lo único que piensa, como el consejo de un padre a un hijo, de un abuelo a los nietos. El dolor es un cuento, es un momento breve, es una leyenda que se cuentan los viejos y luego creces y te duele. La espalda le duele al titán que no es titán, simplemente es un tipo cualquiera que tiene ansias de un cigarrillo y qué se ríe porque camina como viejito, y no quiere saber más.
Fue gracioso, e incómodo, hacer todas la tarea del domingo, como ir por el súper, sin bajar de la camioneta. Decidí actuar como el bulto inútil de la película, un costal de papas ejemplar, en lo que mi mujer presumía la fuerza característica que tienen todas las mujeres y que los hombres secretamente envidamos. Ella hizo las compras, subió las cosas a la camioneta y me preguntó con su sonrisa de diablo si me sentía bien o si me faltaba algo. Nada, dije, queriendo conservar un poco de mi “dignidad de hombre”.
Cuando llegamos a casa, Nico me observó caminar por la casa como si fuera un aparato descompuesto, ladeó ligeramente la cabeza, expulsó un chillido breve y movió la cola cautelosamente, tal vez porque se estaba esforzando en esconder la carcajada. El otro perro (Killer), ya más viejo, en teoría, que todos los habitantes de esta casa, parece comprenderme. Me ignora con estoicismo y es lo mejor que puede hacer. Ya tomé paracetamol y antes de eso, unas mega-aspirinas. Si cualquiera de las dos medicinas está funcionando, no quiero imaginar como me sentiría si no lo hicieran. Siento engarrotada (sin albur) la espalda y moverla se siente como mover el torso oxidado de un muñeco.
Disculpen si no escribo otra cosa en domingo más que los dolores desafortunados y una breve, y mediocre (mejor dicho: mala), continuación de la vida inmortal de Wordsworth. Es que la promesa de la constancia y la búsqueda de temas, a veces nos acercan a hablar de lo que somos nosotros y lo que nos sucede. Soltamos miles de cartas electrónicas que no van dirigidas a nadie, de nuestras propias experiencias, y dejamos su destino a la suerte. Probablemente alguien me lea en unos años, acerca de mis dolores de espalda, y aún cuando no conozca mi contexto dirá–. Ese hombre tiene razón –y busque unas mega-aspirinas en una farmacia, sólo para descubrir que estas no existen y que en realidad, era otro nombre para el robaxisal *400 qué, honestamente, no me ayudó en nada. La indiferencia es el mejor destino que una de estas cartas podría recibir, así como el mejor destino de muchas otra.
Los blogs son un cementerio, pero los dedos de los inquietos no han muerto. Aún se escriben cartas, aún se toman y publican fotografías, aún se hace música y se dirigen videos, con la esperanza de que podamos comunicarnos con otros. Probablemente eso ayudaría a mis dolores de espalda: Grabarme con una cámara mientras camino lentamente por la calle y mis vecinos se sonríen, mi perra se ríe, y mi otro perro me entiende, a la par que mi mujer pregunta si no me hace falta nada. Luego de grabar el video, lo musicalizaré y lo subiré a Youtube. Bienvenido a la modernidad muchachito. ¿Decías que querías un blog? ¿Para qué? ¿Quién se va a comunicar contigo si escribes más de quinientas palabras por entrada? Lo bueno es lo breve muchacho. Lo bueno es el twitter o el estatus de facebook, o la foto de chingadazo en instagram. Alguien en este vasto mar binario sabrá entenderme o recomendarme una droga cuya efectividad sea tal, que aún si duermo veinte horas seguidas despertaré quince años más joven y tendré que vivir, de nuevo, odiosamente, la maldita pubertad.
Al menos jalársela mirando todas las piernas era divertido.
Hablando de piernas y de jalársela uno bien y bonito, bienvenidos a la primavera del 2011. Las mujeres ya andan caminando con sus faldas cortas y los pubertos de esta generación, más avispados que nosotros los treintones, mueren ansiosos por derramar su polen en el rostro de las flores que se acerquen. Digo derramar en el rostro, porque con tanto método anticonceptivo y ese exceso de información acerca del embarazo responsable e irresponsable, hacen bien en pensar en el derrame sobre el cuerpo y no dentro del cuerpo, como un método efectivo para evitarse los berridos, chillidos y los flujos de risa de la procreación. Si no me doliera la espalda, si tuviera diez años menos, si no tuviera las responsabilidades de un hombre casado, por supuesto que alabaría la primavera y también, cómo no, estaría buscando derramar mi polen sobre las flores angelicales cuyas hojas se las lleva el viento. Pero a mi edad, y con mis dolores, sólo me queda celebrar con una sonrisa el suceso y levantar mi pulgar en señal de aprobación a los amantes responsables y furiosos que no permiten que la vida duela y se les vaya, y qué piden, y qué desean más, hasta que su corazón estalle.
Mientras tanto, como un viejito quejumbroso cuya mujer le sonríe diabólicamente, tomaré asiento en una banquita, acomodaré mi sombrero de palma y miraré con discreción (y sin cigarro) a las mujeres que pasean y menean sus faldas. Eso es algo que todos podemos hacer desde nuestros asientos y sin riesgo a empeorar nuestra condición, a no ser que por aras del destino, nos ataque la enfermedad del priapismo.