Pensaba hablar de otras cosas más interesantes o más comunes (como mi dolor de espalda, los perros que duermen y pasean, el trabajo de escoger textos que tuve que abandonar con resignación y tristeza porque… bueno, el cliente piensa que puedo sacar 365 cuentos que hablen del bienestar de vivir en familia, de los valores católicos sin expresar que son católicos, y de tantas otras cosas más que, la verdad, nunca han tenido un valor literario dominante. Esos cuentos son tan soporíferos que ni el más santo de los santos puede memorizar uno dellos y leerlo sin destacar lo aburridos que son).

Pensaba hablar de eso, pero el día de ayer y el día de hoy, mi atención se ha dirigido al pasado, gracias a que Facebook es Facebook y es difícil abandonar a la gente, dejar que se pierda, olvidarse de ella por las circunstancias del tiempo. Es el discurso de un adulto a un niño–: Simplemente nos distanciamos porque ya no teníamos nada en común, el trabajo se ocupó de separarnos, nuestro lugar y nuestra vida cambió. Existía la posibilidad, en el futuro, de que se organizara una reunión que te permitiera revivirlo, así como era posible el deslizarse suavemente a la muerte sin que esas etapas o recuerdos pasaran a mayores. Parece que todo eso quedó atrás.

Hace unos tres años, subí unas fotos de mi época preparatoriana. El día de hoy, algunos amigos de aquel entonces entraron a comentar las fotos. Un amigo, Soto, preguntó si no había más fotos y me hice a la tarea de buscar la caja de los recuerdos. La mañana y parte de la tarde se me ha ido en escanear las fotografías de aquel entonces y también, recordar junto con los amigos aquellos días sin preocupación, días de sol y de irreverencia, esos días que se agotaban como un reloj de arena que cuando llegara a su final, liberaría un embrujo sobre nosotros para convertirnos en adultos. El día de hoy esas fotos recibieron al menos doscientos comentarios y me hicieron ver que había sido de personas que… o no recordaba, o me imaginaba otra cosa completamente distinta.

En parte es una pequeña tragedia que nos podamos ver quince años después (¡quince años!) y demos cuenta de lo que sucedió entre nosotros. Así como algunos confirmaron a través de mi perfil que engordé bien, que huí de la ciudad y que vivo del freelance, algunos otros se descubren como los burócratas, los oficinistas, los arquitectos, los hombres que ya formaron una familia e hijos, los que abren un negocio y apenas están haciéndolo florecer. Sutilmente dirigimos nuestras miradas a nuestro presente y vemos con cierto desengaño a las personas que nos acompañan en las fotografías: esposas, hijos, hermanos, padres, compañeros de trabajo. Yo pensaba, y tal vez no soy el único, que no habría vida después de la preparatoria, que moriríamos como esos héroes anónimos (pobres héroes jóvenes, mártires comunes) que trataban de romper las reglas y no pensar en el futuro, que mis únicos compañeros de vida serían las personas en ese salón de clases, sobre todo el último, el que nos avisaba que pronto terminaría el tiempo.

Es justo repetirlo como lo he hecho otras veces en esta bitácora: El Centro Universitario México era una guerra. Todos lo sabíamos, no importaba si eras un estudiante con una larga carrera en colegio marista o si eras un imbécil que fue a parar ahí porque tus padres pensaron que era buena idea (alzo la mano). El CUM era una guerra. El prestigio de esta preparatoria radicaba en lo estricto de su cuerpo docente, en lo imposible de conseguir segundas oportunidades, en el alto nivel académico que exigía y sobre todo, que la mayoría de los profesores no dulcificaban la justicia sabiendo que nos preparaban para la crueldad de… pues, la vida. No era raro que un estudiante se matara al año, colgado o de un balazo, porque sentía la presión de tomar las decisiones que formarían su vida (Esto, por supuesto, no sólo era culpa del colegio… así hay padres, padres no como los míos). Tampoco era raro que al finalizar cada año, la mitad de tus amigos se fueran expulsados de la preparatoria, por cuestiones de promedio, por cuestiones de asistencia, porque simplemente se habían hartado. Hoy… bueno, hoy me permito leer a todos esos sobrevivientes que comentan en mis fotos. Sobrevivientes que… parecen hombres comunes, tratando de vivir su vida, pero tienen ese maldito afán de pedir más y de buscar una especie de excelencia en lo que hacen. Somos hombres que vivimos con un fantasma que exige lo mejor de nosotros.

Y no por ello, justamente, somos hombres excelentes. No somos súper hombres, sólo nos formamos más neuróticos, más obsesivos o más atentos al detalle. Adquirimos educación, una aparente nobleza y el entendimiento de los que fueron rebeldes… rebeldes que se rindieron a una vida normal y corriente.

Sé que la vida siempre tendrá sus fallas, pequeñas grietas, esas cositas que uno dejó pasar y que piensa ya no puede resolver. Tantas cosas qué dejé pasar y todavía tengo ese fantasma de la preparatoria, recordándome lo que no he hecho y lo que debí hacer. Como buen sobreviviente, le invito un café y platicamos. Han pasado quince años y aquí estás, aquí sigues. Le digo la verdad–. Escribo como quiero y cuando quiero, eso decidí hacer con mi vida y en eso estamos bien. ¿Qué más se puede pedir? –Y cada que escribo siento una obsesión por el detalle, una obsesión por hacerlo perfecto, por buscar las palabras adecuadas, por hacerlo con precisión y darle amor y respeto al lenguaje, a la voz que se ha formado a través de estos años. A veces tengo que recordarle al fantasma que solamente soy un hombre y que vive contento con sus decisiones simples, con sus planes hechos conforme van pasando los días, porque… honestamente, eso de planear el futuro nunca me funcionó y aunque la escuela quiso enseñármelo, me enseñé a ser más necio (cosa qué, probablemente, esta escuela lo reafirmó). Mi fantasma CUM habla del futuro y propone una serie de decisiones, de caminos que debieron armarse y sé que se irá callando conforme pase el tiempo, y acepte que así son las cosas, que así soy yo, y que no soy un molde perfecto como no lo fueron muchos de mis amigos, de mis compañeros de batalla. Sería mucho pedir su aprobación, jamás aspiraría a ello.

Esta tarde se la dediqué a todos los recuerdos y cuando pidieron más fotografías, las busqué gustoso. Las busqué para decirles y enseñarles a cada uno de ellos, que estuvimos juntos en esto, que cruzamos el mismo puente en algún momento del camino. Ellos, a su vez, relataron las anécdotas de aquel entonces… los momentos soeces, vulgares, críticos y curiosos de aquella vida como estudiantes, como niños-adolescentes-yameroadultos. Conocemos, entre nosotros, partes que jamás entenderán los padres o los esposos, y que será muy difícil explicárselos a los hijos. Pero lo intentaremos, seguro que lo intentaremos. Ya forma parte de nuestro código íntimo. El fantasma CUM no sólo esta con nosotros en las malas, también estará en las buenas, con una mano en el hombro, ayudándonos cuando estamos haciendo bien las cosas.