El aburrimiento también es una historia, son los recuerdos y apuesto que vienen acompañado de días soleados y calurosos. Viene a mi memoria la imagen de unos amantes flojos y desnudos, que se derriten encima de las sábanas y ni siquiera tienen fuerzas para huir del sol, de los rayos de luz que los están evaporando. Se tocan el sexo sin ganas y se besan sin encontrar sabor. Miran los minúsculos pelos que salen de su piel a fuerza de mirar algo, de enfocar la vista en lo que la luz desea mostrarles y es que la luz lo está mostrando todo. En un día aburrido, un recuerdo del tedio, es imposible apagar la luz del sol. Sí, todas mis memorias de los días aburridos son días de sol y de mucho calor.
Será que el frío es cruel con el cuerpo y con la mente. El frío no se recuerda porque en el frío nos movemos para evitarlo. En el frío, los amantes flojos se convierten en una maquinaria pesada y perfecta que distribuye sus movimientos para mantenerse lubricada y alegre. En el frío, los amantes flojos se chupan los dedos y se juntan sobre la mesa, encima de la lavadora, en todos los sillones de la casa, cubiertos por una manta o por las ropas, por un aura que les exige calor y sobrevivir al clima azulado a toda costa. Nadie piensa que los días fríos sean aburridos. En días de calor y de tedio, de aburrimiento y de procrastinación, se extrañan los días fríos y divertidos, el entretenimiento propio del cuerpo para sobrevivir a la hipotermia y al estatismo.
¿Cuántos no estarán pensando, mientras observan las gotas de sudor de sus manos o miran los pelos de su brazos iluminados por el sol, qué es hora de ir a la playa? Hacen cuentas de los días, del dinero y salivan discretamente. Su espíritu ya se hace allá, con una bebida en las manos y con los ojos en los cuerpos alegres, casi desnudos, que encarnan su preferencia. Su cuerpo está frente a la computadora, frente al cubículo, tragándose un taco en una esquina, pero su alma ya tiene rato que está surfeando sobre las olas de un río místico en búsqueda de la verdadera paz consumista. Ese es un tedio costoso, pero dicen e insisten que vivifica, que repone las energías para continuar viviendo… “Ay, esa farsa de la vida que es morirse en la oficina.”
Son pocos los días calurosos que tengo en mis recuerdos con sabor a playa. De niño, mis días calurosos se iban en acompañar a mi abuela al mercado de zapatos y si tenía suerte, jugar con los otros niños en la resbaladilla, en los columpios o a cavar agujeros en la tierra. Pocas veces llevé mis muñecos o mis juguetes, porque cuando tuve la ocurrencia, o me los rompían o me los robaban. Los primeros muñecos o juguetes robados son como la primera desilusión amorosa: Cuando te das cuenta que ya no estarán ahí, para ti, se te hunde el pecho y respiras mal. El estómago se mastica así mismo de los nervios y piensas que pronto llegarás a decirle a tu abuela, a tu padre o a tu madre, que has perdido otro juguete. Luego vendrá el discurso del dinero, de cuidar esas cosas materiales, de no prestar las cosas a niños que no conozcas bien, todo eso mientras una gota de sudor cae del fleco de tu cabello y te das cuenta cuánto calor hace y que las palabras resuenan como un eco. Yo creo, quien sabe —la memoria tan difusa— que por eso mejor me dediqué a leer, para no escuchar discursos y no perder otro juguete en manos ajenas, más que las mías.
Los días calurosos son el olor a sudor de los amantes que tuviste en primavera. Si los tuviste porque el amor es real o porque la primavera le hace algo a las hormonas, no importa mucho. Ni siquiera lo piensas. Esa diversión se lo dejas a los días fríos. Luego recuerdas las sábanas, la textura de las pieles, las palabras inconclusas y ajenas, la boca seca y el espejismo de los cuerpos. —Sí, hacía calor allá adentro —murmuras cuando te traiciona el clima y el ruido de ventilador te lleva—, pero sus entrañas eran tan refrescantes.