Este Cristo me observa desde una de las paredes de mi habitación y protege, como un amuleto, el espacio metafísico de mis sueños. Me preocupa un poco. Debe aburrirse mucho durante los días en que no protege y no observa. Mala cosa que le hayan clavado los pies y las manos como a su contraparte histórica y que ahora deba esperar, quién sabe a qué, tal vez a la noche, tal vez a un gato de Schröedinger, tal vez el temblor que abrirá las tierras pero no se comerá a nadie. Cristo ya manchó las paredes con su sombra cuando el sol –el cual no tiene la memoria de los dioses– a través de la ventana, inclemente, acalora sus pliegues metálicos.
Soy agnóstico y en cierto modo, mi madre también lo es. Cuando me regaló el crucifijo lo hizo pensando en su belleza y en la posible tranquilidad que le ofrecería al otro pedazo de mi familia, la católica. Cristo, su muerte por la muerte de todos nosotros, el sacrificio máximo según el hombre, también es belleza. Al despertar, pienso en mi madre y luego pienso en mi agnosticismo. Observo al Cristo de metal, me acerco a su rostro buscándole señas de alguna expresión y frente a él, me doy el lujo de preguntarme si existirá o no. Cristo no responde, simplemente está ahí, soportando su peso gracias a un clavo y con los ojos cerrados, sintiendo la brisa que entra por la ventana y mi respiración sobre sus extremidades de oro.
Cristo es una breve distracción. Su existencia me invita a hacer breves anotaciones como esta. Por supuesto que hablo de este, de la cruz de oro, no del Cristo que viene ejemplificado en los textos religiosos. A veces, me imagino que después de tantos pensamientos y palabras que le dedico, este Cristo tomará vida y a fuerza de pensar en él, modificaré su propósito en la vida. En vez de la redención de los pecados, podría convertirse en un detective místico que proteja los sueños de los mirones y los agnósticos. Cristo se quitará los clavos y se pondrá un sombrero, una gabardina, y recitará mal los párrafos de la Biblia mientras sigue un camino de galletas que lo lleven a mi perra, Nico, masticando lo que no debía de masticar. Soy el hijo del hombre y de dios, y del oro y de la pared, soy el hijo del sol que ha, con su calor y mi prisión, pintado mi sombra sobre el muro.
Amén.