El chilango que deja su guarida en la capital y se exilia a otra parte del país es, posiblemente, una de las historias más versátiles del mundo. Lo sé porque soy uno de esos. Vivo en otro estado de la República que no es el Distrito Federal. Generalmente cuando conozco a alguien me pregunta de dónde soy por mi acento es ligeramente chilango. A partir de mi respuesta se forma, entonces, la relación que tendré con esa persona. A veces pueden decir bromeando, o mortalmente en serio, que ojalá no les robe su chamba y sus mujeres. No, respondo y me río, porque ya aprendí a reírme. Qué bueno, me responden, y no vaya a traerse más chilangos, nos gusta esto como es. Cuando no hay un enfrentamiento verbal, ligeramente chistoso porque los mexicanos somos así de llevados (“¿saben cómo?”), entonces hay miradas… miradas que pueden ir de la desconfianza, el rechazo, la curiosidad, el aplomo, una sincera indiferencia (las pocas, pero muy agradecidas) y la reprobación irredenta.
Pinches chilangos, no habré escuchado varias veces justo después de confesarme chilango, creen que se las saben toda. A veces me preguntan porque estoy ahí, qué hice y por qué huí de la ciudad y justo cuando pienso responderles, mi interlocutor lo hace por mí-. Fue por una vieja, dicen, fue por una chamba, dicen otros, ya le hartó el smog, dicen otros más, porque ya se están matando a pedradas, porque ya no caben, porque lo asaltaron y le dio miedo al joven, porque el temblor tiró su casa, por una vieja… otra vez, o por varias. Si no estoy acompañado por mi esposa, entonces invento una historia que mejor le agrade a mi interlocutor y así me convierto en una especie de pequeño Shakespeare que ha desarrollado todas las historias posibles de cómo escapó del Distrito Federal. Si mi esposa me acompaña, entonces prefiero que ella les cuente la historia. Su origen tabasqueño la hace más amigable y nada mentirosa a los ojos de otros. El chilango es la mentira hecha carne, y por lo que acabo de escribir, hasta parece que tienen razón.
No siempre es tan jocoso o tan escandaloso. Otras veces, en vez de preguntarme por mi historia, me cuentan la suya. Me platican de la Ciudad de México con un poco de nostalgia. Hablan de San Juan de Letrán (que ahora es el Eje Central), de paseos en la Alameda, de cines que ya cerraron y que no formaban parte de una cadena. Se podía pasear por Chapultepec y el lago era más bonito. Me hablan de sus familiares y las colonias donde viven. Me hacen un listado de lo qué hay por ahí como si yo pudiera reconocerlo. A veces tengo la suerte de reconocer el lugar y a veces no. Cuando no la tengo, siempre me disculpo diciendo… es que el D.F. es tan grande, ya con la seguridad de que no me tratarán como un imbécil, presumiendo su ciudad cual si fuera un pene. De verdad es grande, me responden a veces o se quedan callados, como intuyendo que una colonia apenas es un inicio. Entonces yo, chilango, hago un listado personal y discreto, sólo en mi cabeza, de todas aquellas colonias que conozco y como las identifico.
El barrio de Tacuba, por ejemplo, me acuerdo de sus calles angostas, su pequeño cine pornográfico y su vecindario. En una fiesta que se hizo en un departamento por ahí, y que se salió de control, de repente los vecinos decidieron salir con palos y cadenas para ahuyentar a los mocosos. Recuerdo que caminé las calles angostas de Tacuba, tomando la mano de la niña que me gustaba, hasta que llegamos a una avenida de las grandes que nos regresó a los ríos de concreto neutrales del D.F. Me acuerdo de la colonia Balbuena, porque crecí en ella, y me acuerdo de que estaba llena de casas grandes y parejas de viejos que habían ido ahí a envejecer. Me acuerdo que de la Balbuena, me dijo mi abuela-. No camines por la Moctezuma porque algo te pasa -recuerdo que desobedecí y también me caminé la Moctezuma. Ahora de vez en cuando, que paso por la Balbuena, la miro como si fuera un fantasma, como si ya no existiera, y tomo nota de las enormes rejas que separan la Balbuena de la Moctezuma, y de la Cecilio Robledo. Viene la colonia Guerrero, la famosa Warrior, que está llena de verdaderos guerreros, de la sangre combativa que aún tiene el país y que trata de sobrevivir a toda costa. En Tepito miré como una niña golpeaba a una mujer, sólo porque la mujer insultó a la niña cuando la golpeó con su diablito. Me acuerdo de la Narvarte y sus ganas de divorciarse de la Buenos Aires, nomás porque la segunda tiene cara de vecindad y la primera ya se está acostumbrando a los rasgos argentinos, brasileños, colombianos que vienen a dar aquí por accidente.
Ahora que vivo lejos, en un lugar donde las tardes de domingo son tan bonitas como las escribió Velarde, entiendo porque desconfían del chilango perdido. Un chilango perdido, uno que ha viajado y vivido su ciudad, puede contar todas las historias de todos los lugares como si fueran suyas. Historias para todos los microcosmos. Esta ciudad que está sucia, repleta, demasiado abundante y desperdiciada, como quiera, le da la bienvenida a todos y a todos les permite vivir su propia historia. No me molesta que desconfíen de mí. Es justo.