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Cuando salgo a caminar con Nico llevo la cámara para tomar fotografías. Una de las cosas a las que le tomo foto, es a la basura que me encuentro en las calles. Específicamente, basura con marcas, como este vaso de Coca Cola. También le he tomado foto a agujeros mágicos, a algunas puertas y ventanas, a los números de ciertas casas y a las colosales torres de luz que se pueden ver a lo lejos, manchando el horizonte como montañas de una novela cyberpunk.
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La costumbre de tomar fotografías a la basura con marcas, empezó porque me encontré una caja de condones afuera de una escuela (primaria, secundaria y bachillerato particular). Pasaron varios días y la caja de condones seguía ahí. Ya le había llovido, le había granizado, el sol ya había resquebrajado su pintura y su cartón, y seguía ahí. Como yo, nadie quiso barrerla, recogerla, reciclarla, masticarla, hurgar en ella para ver si había algún condón sin usar y considerar eso como una especie de buena estrella.
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Es cierto que no recogí la caja (así como toda la basura que he podido fotografiar) y con ello, negué la oportunidad de ayudar a un México más limpio. ¿Debía hacerlo? Salgo a caminar con bolsas para recoger el excremento de mi perro y si traigo basura en las manos (una servilleta, un empaque) suelo guardarla hasta irme a casa y tirarla en su lugar. Ya estoy haciendo algo. ¿Debería hacer más? ¿Debería salir con una escoba a barrer lo que otros tiran, lo que otros no barren? Las calles de Cholula, como las del Distrito Federal y las de Puebla en general, son sucias.
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Hay gente que dice bromeando o que dice medio en serio, que todos los problemas de este país tienen una raíz en los papelitos, las envolturas, los envases de cerveza rotos, las cajas de condones usados, cajetillas de cigarros, empaques de galletas y chocolatitos que están en las calles y de la gente que los tiró, sin pensarlo, como en un gesto automático, al viento, creyendo que así desaparecerían de su vida.
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La suciedad de las calles siempre me ha provocado una mueca, pero ahora que salgo con una aspiradora perruna que trata de comérselo todo, me es de vital importancia. ¿Entienden? Vital.
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Así me deshice de mis colillas de cigarros, tirándolas al viento o en la tierra de algún baldío, tirándolas en el piso de una esquina o tirándolas en una banqueta frente a una escuela. Pisaba mis colillas y pensaba que un poco de vida se me había ido, que lo mejor era olvidarlo. Una colilla más en el piso, no importa. Otras veces, me angustiaba tirar basura en las calles como los que tiran la cáscara de un plátano desde la ventana de un coche y creen que se desintegra, y negar la responsabilidad de mis actos. Luego me quedaba horas con una colilla consumida en los dedos esperando la llegada de un bote de basura, de un cenicero público o de una cajetilla vacía donde tirarlo.
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El fin de semana, la veterinaria me sugirió ponerle un cono jacobino a Nico para evitar que coma cosas en la calle. Me la imaginé con su cono, golpeando contra el piso y me la imaginé convirtiéndose en un monstruo de furia y de resentimiento por no poder alcanzar ese pedacito de caca que le parece tan delicioso como un pastelito. Ella mencionó la posibilidad de que se coma el excremento de una rata o que se meta una rata envenenada en la boca. Ya lo había pensado. Una de esas y un rasgo que parece tierno, chistoso o molesto de una mascota, se puede convertir en una pequeña tragedia.
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La lectura de 2666 de Roberto Bolaño me tomó cerca de dos semanas (tal vez más). Me dejé atrapar por la prosa de Bolaño y la he tomado como un ejemplo para darle sabor a un texto, darle sabor a la prosa. Así como Stephen King, Bolaño también fue un reportero y sabía como escribir un texto para que la gente leyera lo importante en unas cuantas líneas… sin embargo, en 2666 le da sabor al texto y no le importa perderse entre personajes, recuerdos, eventos que le dan consistencia, color, atención al universo que está creando. He guardado varias notas del texto y pienso releerlo en un par de años, para ver que más descubro. 2666 es un texto que merece relectura.
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Terminé asociando al escritor alemán de 2666: Benno von Archimboldi, con Günter Grass y su vida mientras escribió el Tambor de hojalata. Cuando hice esa asociación, pensé que Bolaño sabía de lo que estaba hablando cuando hizo una lista de autores alemanes, de sus novelas y de la vida en Alemania antes y después de la guerra en la parte de Archimboldi. Anoté los títulos de otras novelas, otros autores y me sonreí… qué gran homenaje había hecho Bolaño a Günter Grass, y no sólo a él, tal vez a todos los escritores alemanes que se vieron contra la vida después de la guerra.
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Otras diez y ya, ¿no pahpaw?
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Mi lectura actual es 3001 de Arthur C. Clarke. Su prosa es más sencilla y su libro más pequeño comparado con Bolaño. Si tengo tiempo y me siento a leer, en un par de horas lo habré terminado. Lo que me gusta de este libro es el regreso de Frank Poole, uno de los astronautas de 2001. Es curioso como Clarke se prometió a sus personajes y como, aún cuando pasan mil años de 2001 a 3001, usa a los mismos astronautas. Los hechos de estos astronautas se mueven como olas que reciben el golpe de un guijarro. Clarke se toma su tiempo para desarrollarlos (especialmente a Heywood Floyd) y para que estos sean los testigos de sus vaticinios científicos.
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En 3001, parece que Clarke no pierde esa ingenuidad que debe tener el escritor de Ciencia Ficción (en la edad de oro que le llaman) y confía en la raza humana, y en su deseo de viajar a las estrellas. También encontré como ciertos indicios de cyberpunk, pero sin llegar al elemento caótico, ni a la pérdida de la identidad, por esos elemento mecánicos, computarizados, biónicos que reemplazan o mejoran lo que tiene un cuerpo.
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“¿Qué mejor maquinaria hay que el cuerpo humano?”
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Casi cuatro meses sin fumar y nadie me ha regalado nada. Ay sí, mi salud. Mi salud está que corre por las praderas y alza los brazos, en un momento extático, y canta como si fuera una novicia rebelde mientras montañas cubiertas de nieve y el maizal se peina con el viento. Mi salud está feliz. Yo, sin embargo, todavía tengo antojos de un puto cigarrillo y cuando paso caminando a lado de alguien que fuma, me comporto como un hijo de puta raro que se pega para aspirar lo más que se pueda. Dicen que ya dejé de fumar. No es cierto, lo hice más difícil–. Ahora persigo por las calles el humo de segunda mano como lo haría un loco.
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Sol me leyó una nota el sábado donde un hijo de puta –uno de tantos– declaró que los mexicanos estaban dejando de fumar.
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Entiendo que veinte son muchas cosas y que, por escoger veinte, ya tengo casi mil doscientas palabras hasta el momento. Está bien. No me hace daño escribir más y obligarme, darle carne a la prosa que tanto le hace falta. Que el domingo, ni el lunes, sean excusa para vivir en una brevedad provocada por el hastío y la rutina. Que todo trabajo sea ímprobo todos los días de la vida. El descanso es para los muertos y para los políticos, porque pobres, cómo trabajan.
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El plúmbeo escritor que todavía se la piensa para hacer ejercicio. ¿No que trabajar todos los días? ¿Que tomar la rutina con fortaleza? ¿Qué, te falta tu cafecito y un cigarro? Ya ni la muelas hijo, levántese.
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Ricko, uno de los compañeros de Carrillo Casting, tuvo en estos días a su chamaquita, Renata. Vi una foto de los dos y se ve como un pequeño milagro.
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Nico disfrutó de un amplio jardín este fin de semana. En la reunión familiar le estuvimos arrojando botellas vacías de Coca Cola para que corriera de un lado a otro. Descubrí que a sus cinco meses, ya le crecieron sus arrugas lo suficiente para que al momento de correr, y tomarle una foto de frente, ella parezca un perro infernal buscándote para arrastrarte a las profundidades del averno. De verdad se ve muy fea. Tengo tantos planes para ella. Lo prefiero a tener un hijo, de verdad.
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Que curioso asociar lo feo con lo infernal. No importa. Siempre querré a mi perro feo.
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