Caminar siempre ha sido importante en mi rutina y pienso que, de alguna forma, es como pulir una piedra en el río. Mientras estoy caminando, el suelo a mis pies y los vientos ocasionales, mis pensamientos se tallan y adquieren una forma mejor pulida. Cuando era niño, y la abuela me llevaba a largas caminatas, ella en silencio me señalaba cosas para mirarlas: En el metro, en el camino al mercado, en el centro o en el mercado de la merced. También hablábamos pero eran esos detalles, esas pequeñas señales que me apuntaban a descubrir algo, las que me enseñaron que las caminatas son pensamiento y observación, las que son descubrimientos y conclusión. Caminar para llegar a las respuestas. Escribir funciona en un conjunto como estos, así cuando estoy moviendo las piernas es como si estuviera escribiendo líneas o escenarios de un cuento, o una historia que dejé atrás. Es un proceso muy efectivo. Sin embargo, las esperas… mi abuela no me enseñó qué hacer con las esperas, con esos lugares donde tienes que estar de pie, mirando, hasta que te lo acabas todo y tienes que seguir esperando.
Odio los “Parisina” por ejemplo, porque mi abuela y mi madre pasaban horas escogiendo telas, mientras que me dejaban a mirar el techo o tontear con mis propias manos. Nada de comprarse una bebida para provocar una desgracia o alentar la vejiga, tampoco me podían comprar con la promesa de un juguete o porque no había dinero, o porque íbamos muy seguido. Estaba demasiado niño para huir y buscar otra tienda que me interesara (y no existían los celulares, los mensajitos de texto, ni las llamadas inmediatas). Aún hoy, el olor a telas en conjunto me provoca un malestar que, si lo dejo hervir, podría llevar al vómito. Ni modo. Toda persona tiene sus detallitos y ese es uno de los míos. A veces mi mujer dice bromeando, justo cuando pasamos afuera de un Parisina, que tiene que buscar la tela para las cortinas de la nueva casa y que si no pienso ayudar en la selección. Le gusta la broma, le gusta repetirla porque piensa que algún día se hará realidad y que voy a entrar, como un marido participativo y soñado, a escoger patrones, texturas y oler las putas, las malditas telas. No lo voy a hacer, le digo tranquilo, pensando que un día de estos la broma me hará gritar y perder la compostura (y seré, por supuesto, un tonto), si quieres te espero aquí afuera o yo voy a mirar otras tiendas.
Se supone que ese es uno de los beneficios del adulto: un poco de poder de elección sobre tu vida.
Luego me preocupa caminar con Nico y jugar con todos los pensamientos en mi cabeza. Según se cuenta en los libros, y en las páginas de internet, según cuentan todos los que tienen perro y que miran al encantador de perros, sobre todo en las caminatas uno debe ser el macho alfa y el macho alfa debe tener cara de conocer el destino. En todo pienso, menos en el destino. ¿Nico se dará cuenta o percibirá alguna sensación, algún mensaje, de todo lo que pasa en mi cabeza cuando caminamos? ¿Cómo lo tomará ella? ¿Se angustiará y pensará que no hay camino? ¿Se estresará y tomará control para tratar de seguir la ruta que siempre hacemos? No siento que jale demasiado y también, me ha servido para regresar a la tierra. Un hilo conductor, sí, el hilo de un cometa. No puedo, por supuesto, dedicarlo todo al pensamiento, también estoy mirando el camino. Miro el piso en búsqueda de pájaros muertos, de ratas envenenadas, de bolsas con comida, de mierda y me preparo para alejar a la otra en caso de que se ponga muy necia. Lider alfa que quita la comida del hocico, pero lo hace con buen afán, con el afán de proteger.
Si lo supiera, pienso, y luego se me olvida y pienso en mis cuentos.