El chilango perdido es ese que camina con una nube de smog por las calles de “provincia”, como él las llama, por las calles adoquinadas u olvidadas con sus baches que parecen protegidos por alguna institución universal ya que los ayuntamientos nunca llegan a taparlos, o por el gobierno del estado. Sí, esas calles llenas de baches y que a veces aparecen con caballos, y con burros, y bochos del setenta y nueve que creías que ya no existían, y que abundan como hormigas, como animales que todavía están reproduciéndose. El chilango perdido es una obviedad: lo puedes descubrir cuando tiene los ojos como platos cuando se encuentra un cielo azul y con las artesanías locales… las cuales manosea, pero nunca compra. Lo puedes identificar con el cigarrito entre los dedos o con algún otro tótem que lo protege de todos los males del mundo (y con mundo, pues, me refiero a su casa… la capital, y con males, me refiero a los asaltantes, a los traficantes menores, a los roba niños -famosos especialmente en los ochentas e inicios de los noventa-, roba coches, viene vienes, limpia parabrisas y faquires con vidrio que aparecen en las esquinas, por montones.)
El chilango encontrado es un poco distinto. El chilango encontrado es el que se escapa de su ciudad y trata de ocultarse en otra. Puede lograrlo durante una o dos semanas, hasta que algún vecino le note un acento… un cantadito, como ellos le llaman. Ese que escuchamos en televisión gracias a los actores y sus telenovelas que procuran emular al mexicano real con sus piropos, sus eufemismos y sus graciosos, picosos, divertidísimos comentarios. El chilango encontrado, dirá su capturador, alarga las sílabas al final y tiene un cantadito como de telenovela. Si logra ocultar el cantado, entonces se queja de lo más obvio, como del tiempo que se toma la gente para hacer las cosas, como de que cierran los establecimientos a las dos de la tarde porque hace mucho calor o se queja de los taxis, que no son para uno, sino que son como colectivos. Se le puede descubrir si es arrogante, y cree que sabe un poco de todo, y se presenta con la autoridad que le da la gran ciudad y sus dislates, sus diatribas, sus dificultades para arreglar las vidas de la gente que está tranquila como es, como ha sido y como quiere ser.
El chilango encontrado, ese que le toman una fotografía y lo marcan en un círculo como un plumón rojo, luego tiene la esperanza de lograr en “provincia” -al fin que es muy fácil, ¿verdad? y la gente no está tan viciada- de abrir un negocio y volverse un personaje exitoso de un momento para otro. No importa el nivel socioeconómico que tenga este chilango. Entonces como por acto de magia, esa misma provincia le responde enseñándole la espalda, moviéndole la cadera y susurrándole-: ¿Sí crees? ¿Sí te gustaría? Pues no. El chilango encontrado se va con sus ahorros, con su liquidación, con lo que ganó de una rifa y piensa en abrir un negocio de tacos, de jugos, un taller mecánico, una tiendita y si se corre la voz que es chilango -un chilango que tuvimos que encontrar y que no está perdido, pero que busca hacerse un espacio en nuestro lugar-, entonces se distribuye su fotografía, se corre la voz de su nombre, su actual domicilio, sus señas físicas y con qué coche está arruinando, contaminando, las calles de la ciudad y el pobre idiota cree que es una diversión de la sección de sociales y que pronto verá un párrafo con su nombre en alguna revista como Rostros, o de Quién es quién en la vida, en nuestras calles y baches. Duda que su información se distribuye como pasaría con la foto de un criminal, de un apestado, de alguien que necesita una lección de vida. No lo niego, probablemente tengan razón. La vida nunca ha perdonado que te pierdas, ni que te estén buscando para que te encuentren.