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Hace días que deseaba escribir de huevos, pero es que tener un ojo al gato y otro al garabato me alejaron del blog. Uno de los motivos es que he continuado una de las novelas pendientes y si todas las letras quieren irse de ese lado, yo no se los voy a negar. Luego no quiero estar llorando como uno de los payasos de los cuadros, pensando que nunca vendrá la inspiración y hablando de la hoja en blanco como una puta cuando la culpa nomás es de uno. Digo, a la hoja en blanco ya la conozco, y en mi caso nomás es una excusa para mirar la pared y pensar en el infinito, la melancolía, el presupuesto público y, por supuesto, los huevos.
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Los huevos, sobre todo uno que se rompe en un accidente, siempre me recuerdan y me llevan a repetir la misma historia de mi abuela y sus hijos. Mi abuela mantuvo sola a seis niños y una de los alimentos más baratos y más nutritivos en ese entonces eran, pues, los huevos. Ella mandó a cada uno de los seis chamacos por el kilo de huevos a la tienda, y cada uno de ellos tuvo su oportunidad de tirar -por accidente, por descuido o por juego-, la bolsa una vez. Era un error que después de dejarles las nalgas rojas, no repetían.
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Mi abuela no tuvo tiempo para educar a sus hijos con dulzura. A mí me tocaron algunas concesiones.
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Hablando de huevos, todavía recuerdo las semanas en que vivía solo y que, al menos, comprando huevos tenía para desayunar y para comer. Una vez me quedé con trece pesos para terminar el mes y lo único que tenía era media cebolla y algunos bolillos. Tortas de huevo toda la semana. Esa es otra de las historias absurdas que repito.
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Isa, la venezolana, me platicó que algunos científicos habían descubierto que primero fue la gallina, ya que el huevo al ser expulsado recoge ciertas proteínas que son necesarias para la existencia del pollito, o para el color de la cáscara, o para la salud de los enfermos. ¿Qué se yo? Tiene sentido. Cuando recuerde lo de la abuela, lo de mis trece pesos y cuando el sonido de un huevo al quebrarse me arranque de un momento, entonces buscaré la nota y lo leeré con mis propios ojos.
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Que se rompa un huevo, me trae a la memoria carencia, pobreza y abandono. Para mí , es natural que un huevo roto me ponga de malas, o triste, o en humor de predicador insufrible. Ya me imagino a mis hijos y mis nietos, y el odio secreto, o el rencor que hervirá lentamente en su sangre por culpa de unos huevos.
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El problema del huevo, como del aguacate, es que solían decirme: no te enojes porque acabas de comer huevo y se te va a salir la bilis. Como un perro de Pavlov, si alguien busca mi enojo o me da malas noticias, justo después de desayunarme mis huevitos o de tragarme mis sandwiches de aguacate, me será imposible enojarme. A la bilis le tengo tanto miedo como si fuera Satanás o el Coco.
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El Coco me lo imagino como un huevo cuya boca casi lo divide en dos, como Pac-Man.
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Leí Aaron’s Rod de D.H. Lawrence y me encontré con una de esas prosas que buscan interpretar y analizar los caminos retorcidos de la voluntad humana. Es una novela picaresca de un hombre postguerra, jodido por lo mismo, que está tratando de buscar lo que de verdad quiere hacer. En el proceso abandona a su mujer y a dos hijas. Una chava, en goodreads, comentó su lectura de la novela y dijo que las descripciones eran increíbles -que comprendía porque D.H. Lawrence se consideraba un clásico de la literatura inglesa-, pero que ninguno de los personajes femeninos era realmente fuerte. Calificó la novela con dos estrellas y prometió que jamás leería otra cosa de D.H. Lawrence porque dudaba que el autor, en su vida, conociera a una mujer que de verdad respetara.
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Híjole, hasta me dio pena ajena. La novela está ubicada entre la primera una segunda guerra mundial. La mujer todavía no tenía una posición de poder en el mundo (por ahí me dicen que sigue luchando) y además es curioso, pero la mitad de la novela son hombres discutiendo el poder sensual que tiene mujer sobre el hombre y como éste jamás podrá recuperar el poder que tuvo años atrás de tratar a su mujer como animal, propiedad o mueble. Pero bueno, una hojeada breve a la vida de D.H. Lawrence nos descubre que tenía una relación muy compleja con una mujer que lo traía movidito: su madre.
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La lectura es un mecanismo complejo. Parar recibir un libro, tienes que dejar los prejuicios y prepararte para recibir algo que probablemente desconoces. Cuando terminas tu lectura, viene el momento de juntar los pedazos y descubrir el contexto, el lugar, el valor de lo que leíste. Vacíate antes de leer y bébelo poco a poco. Como un chocolate caliente, o un vaso de whisky.
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Por eso, ahora que estoy leyendo Absalon, Absalon! completo (no los fragmentos, ni los capítulos, que me leí para una vida pasada), lo hago de corrido y regresándome poco. Habrá tiempo de hacer una relectura y probablemente, apoyarla con algunos análisis. La prosa de Faulkner es como un sueño de voces que no se callan. El papá del stream of consciousness haciendo lo que sabe. El narrador me recuerda a los fantasmas de Comalá, pero en un pueblo sureño de los Estados Unidos donde usan a los negros como diversión y como esclavos; y un viejo, un dolido o un enfermo mental te cuenta la historia. Sí, creo que por culpa de Faulkner, se me cayeron los huevos.
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