Tuve una pesadilla y desperté muy enojado. No asustado, enojado. Desperté con las palabras en la lengua después que un enemigo del subconsciente (o el inconsciente, o de los proceso neuronales, o como quieran llamarlo), actuó como tenía que actuar. Es decir… no tiene caso hablar de la pesadilla y tampoco tiene caso describirla a detalle. Es una pesadilla personal, que no trata de monstruos, de los peores miedos irracionales o de los caminos fantásticos, sino de palabras, esos diálogos incómodos que a veces flotan entre nosotros en la vida diaria pero que nadie dice. Al despertar tenía las palabras en la boca para seguir discutiendo con mi pesadilla y luego me di cuenta que era solamente eso, un sueño… de una discusión, de verdades incómodas que se guardan, de posibles verdades, del peor de los casos.
Desperté enojado… tan enojado que creo que tengo una pequeña taquicardia. Como dije, desperté con las palabras en la boca pero luego descubrí donde estaba: en la habitación, a oscuras, dos de la mañana tal vez, mis pensamientos nomás, la basset roncaba como una campeona, la respiración de mi esposa y del otro perrito que estaba justo a la mitad de todo y yo, con las palabras en la boca, con un cállate que ya me aburriste o un cállate hasta que te disculpes y te perdone, que te vayas a la verga porque ya me hartaste de veras con tus moditos y tus esquemas. Un enemigo del subconsciente nomás. Lo peor de nosotros mismos, lo peor de alguien a quien queremos o quien conocemos. Lo peor de lo peor, en un ambiente irreal, un ambiente que nos prepara el cerebro como una advertencia, como un presagio o a veces, como diversión, como para mantenernos con la neurona activa y practiquemos el deporte de distinguir lo que es real de lo que no.
Se me quitó el sueño.
Bajé por un vaso de agua de limón, esa agua que te hacían de niño y que era común en los vecindarios, por barata y por buena, por refrescante y dulce con un chorro de azúcar, y bien fría con un puñado de hielos. De no tener la garganta medio molida y una gripe que estuve controlando a todas horas con paracetamol, y sueño, y bastantes líquidos, me hubiera encerrado a escribir y beber uno, o dos de whisky, con sus hielitos y su respetuosa lentitud. Hubiera escrito algo distinto a esto, tal vez algo definitivamente más dolido, tal vez hubiera hablado de mis enemigos invisibles como algo real y hubiera roto esa línea, esa línea jugosa que nos separa del chisme y de la anécdota. Luego, de ser todavía el fumador, me hubiera fumado unos tres o cuatro cigarrillos, como chimenea, por el encabronamiento, para ver si así asfixiaba las palabras que se me quedaron en la boca y que mira, mira, todavía las siento en la punta de la lengua… de ser fumador y no tener cigarrillos, me hubiera valido madre y hubiera salido por ellos a la tienda, a chingar a su madre, que estoy de malas y a la mejor la caminata, el frío, el cigarrito de la caminata, el cigarrito del coraje y el cigarrito de las asfixia, me quitan el enojo. Pero no, aquí estoy, escuchando a Mendehlsson, para relajar, para incitar a que el sueño regrese, poco a poco, que regrese en forma de música clásica y recuerdos agradables de la infancia, y mi agüita de limón, mis dos pastillas de paracetamol y la búsqueda de la razón: los monstruos de las pesadillas existen, las revelaciones de una pesadilla también son una de muchas posibilidades. No te enojes y no temas… como canción inspiradora de Lucerito, de Mijares, de Emmanuel, de Leo Dan, de Leonardo Flavio, de Raphael o de Roberto Carlos, de Alberto Vázquez, de Agustín Lara o de Rafael Vargas, de Javier Solís, de Omara Portuondo… no te enojes y no temas. Camínele cabrón, no se asuste, los sueños sueños son, y sí, la vida es sueño pero pos, ¿qué? si le piensas con ganas haces lo que quieras… eso me decía mi mamá y todavía le creo.