Don Alberto Uriegas, uno de los publicistas más importantes de México, Latinoamérica y, a veces, añadía: “de todo el mundo”, aprovechó el descuento en un lote de pinturas que se anunció en el mercado negro. Bajó el precio por varios motivos: mataron a uno de los guardias de seguridad, la mitad del equipo que hizo el trabajo eran primerizos y en vez de robarse la pintura de Trajano que habían encargado expresamente para el trabajo, tomaron la de su rival: Faustino. En esas épocas Faustino no era peculiarmente famoso o importante, pero en diez años lo sería cuando se descubrieran su diario y las narraciones explícitas de los encuentros amorosos que tenía con Holguín, un pintor español, padre del Renacimiento. “Nadie pinta las manos como Holguín”, diría Faustino, el 16 de Febrero de 1522, a un grupo de estudiantes francamente acalorados y hastiados, ya que el techo de un profesor primerizo no tenía una altura digna para conservar el aire fresco.
Don Alberto Uriegas, por diez millones de pesos, compró las quince pinturas robadas. La pintura de Faustino le pareció irresistible y de algún modo, intuía que sería recompensado con creces. No sabía con precisión si la pintura aumentaría de valor o si pudiera usarla como un trueque en un trato comercial, pero su instinto rara vez se equivocaba y dudaba que fuera una apuesta.
La pintura de Faustino era el retrato de la condesa de Faberlünd, cuyo brillo en la mirada era tan enigmático como la sonrisa de Mona Lisa. La condesa de Faberlünd era una mujer de rostro regordete, mejillas sonrosadas, nariz puntiaguda y ojos de un azul cristalino. Una de sus palmas estaba abierta mientras que la otra descansaba en su regazo. Su vestido escotado era de color carmesí, con detalles blancos y plateados, y contrastaba hermosamente con la piel blanca de la condesa. Atrás podía verse un jardín de enredaderas, cedros pequeños y arbustos. La condesa usaba un collar que colgaba un dije en forma de estrella y al final de cada punta lucía un rubí. Los rubíes originales, como la pintura, estaban perdidos y el collar hueco de la condesa de Faberlünd se exhibía en el Smithsonian como una historia rara de sanación y misticismo–. Se supone que cuatro de las puntas que perdió el collar habían cumplido un milagro de sanación, la última cumplió un milagro de resurrección.
Las otras catorce pinturas pensó en regalárselas a sus clientes, sus amigos o incluso regresarlas al museo en un movimiento altruista. Tomó otra de las pinturas del lote, la alzó a la luz y la contempló. Don Alberto le dedicó una mueca. No estaba seguro si le gustaba o no. Tampoco sabía decir, a ojo de buen cubero, cuánto valía de los catorce millones de pesos que había pagado por el lote completo. En la esquina inferior derecha, con letras negras y chuecas, estaba escrito “El Brujo”. Don Alberto bufó. Se encogió de hombros y pensó qué, además del título de la pintura, podía ser el autor de la misma.
Le gustó tanto la broma que llamó a su asistente personal y le pidió que colgaran el cuadro en su oficina.
Dos semanas después, un sobrino lejano de Alberto Uriegas, llamado Nicola, lo estaría esperando en su oficina para hacerle una entrevista que le ayudaría en una tarea escolar. No es que don Alberto tuviera mucho tiempo, pero le encantaba la idea de la entrevista y qué mejor que uno de sus familiares se la hiciera. Nicola, un chamaquito de once años, jugaba con su Nintendo DS pero no prestaba atención porque no podía despegar la mirada del marco que encerraba al “Brujo”. Un marco de madera, delgado, que podía ser igual a cualquier otro, pero Nicola intuía un había gato encerrado.
Cuando perdió la quinta vida, en el mismo salto, cerró la Nintendo DS y dedicó su espera en admirar el cuadro, o mejor dicho, el marco del cuadro. No era raro que Nicola hubiera perdido su quinta vida, ya que jugaba Mystic Fukuban, un remake de un juego de Nintendo popular en los ochenta. El juego trataba de un ninja, un ronin y un pirata. El jugador seleccionaba al personaje que habría de descender cinco pisos en el infierno para buscar a la princesa que un demonio, de nombre Fukuban, había secuestrado. El juego, a través de alusiones un poco discretas, un poco pícaras, explicaba que la princesa habría de ser violada y convertida en un demonio si no era rescatada a tiempo. Si la princesa era convertida en demonio, entonces el mundo se hundiría en el Apocalipsis. El ninja podía usar ataques a distancia, el ronin mataba a sus enemigos de un sólo golpe pero era de corto alcance y el pirata era un personaje balanceado, que podía usar una espada o una pistola. En el remake de Nintendo DS agregaron otros tres personajes: un indio americano, un soldado de la segunda guerra mundial y una mujer mitad máquina, mitad orgánica. Agregaron elementos RPG al juego, así como un laberinto de búsqueda de objetos, para que ciertas secciones no se abrieran hasta que el jugador consiguiera cierto ítem que le permitiera abrir puertas, atravesar el cuerpo de un demonio o caer en una dimensión paralela.
Los críticos de videojuegos, un tanto nostálgicos, criticaron la historia: “they fucked up”, aunque les dolía admitir que nunca hubo historia. Los críticos más jóvenes le dieron la bienvenida al juego, a sus exquisitas gráficas y a la música –¡Qué buena música!–, que la había compuesto Nobunaga Uumaro. En algo coincidían los críticos (en todos las épocas y de las dos versiones del juego) y es que Mystic Fukuban era endemoniadamente difícil.
Nicola amaba esos juegos y juzgaba, sin sospechar que tenía razón, que entre más lo acercaran a la apendicitis mejor. Que el marco de una pintura lo sacara de su concentración era un rasgo digamos que notable. Se acercó a la pintura, observó la sombra de varios objetos. No los entendía, no entendía lo que miraba con tanto ahínco, pero sabía que “había cosas”. Se acercó y se detuvo al impulso de tocar la pintura. No era el lienzo lo que debía tocar, era el marco que lo encerraba. Acarició el marco y admiró el cuadro. La figura central de la escena era un hombre de largas extremidades (que brazos, que piernas más largos, pensó Don Alberto Uriegas la primera vez) que esperaba, perpetuamente esperaba un misterio, detrás de su escritorio.
El personaje, curiosamente, usaba una gorra de los dodgers y una camisa azul. Parecía que su rostro estaba recargado contra una de sus manos. En su rostro sólo se miraba la espera… esa espera cansina, pero estoica, y que podía continuar durante años. Nicola apretó el marco y se hizo una pequeña ruptura. Dejó escapar un gritito cuando creyó ver que el personaje separó ligeramente su cabeza de su mano y sus ojos voltearon a mirarle. Nicola se llevó la mano a la boca temeroso. Pensó que abrió una prisión que escapaba de su comprensión, así como unos pixeles ingenuos abrieron la puerta del infierno en Mystic Fukuban.
Justo entonces entró el asistente de don Alberto Uriegas y le dijo a Nicola que su jefe lamentaba cancelar la entrevista pero que había llamado al chofer para que lo llevara a tomarse un refresco y después lo llevara a su casa. Nicola asintió y abandonó la oficina tan pronto como pudo. Aceptó la idea del refresco y el chofer, un hombre llamado Luis, se lo llevó al Toks que estaba sobre Periférico Sur, debajo de los puentes. Luis entregó el dinero destinado para su refresco –¿quinientos pesos nomás?, preguntó el sobrino– y esperó, mientras fumaba y leía una revista de vaqueros y golfas, a que el sobrino se terminara dos coca colas, una malteada de chocolate y un banana split, para después depositar al niño a su casa. Nicola jugó Mystic Fukuban durante todo el tiempo. No sabían, ninguno de los dos, que a través de la mera indiferencia estaban tratando de olvidar lo mismo: la pintura.
Luis fue el chofer encargado de llevar la pintura de la casa de don Alberto a la oficina. El trayecto duró una buena hora y media bajo el tráfico caluroso de mayo. Se acabó media cajetilla, aun con todo y el hastío del calor, y su único consuelo era que le pagarían un bono por transportar la pintura, la cual descansaba diagonalmente sobre el asiento trasero. Luis la fisgaba por el espejo retrovisor. Sus ojos cruzaban con los del personaje, el hombre de la gorra de los dodgers y la camisa azul, quien, como él, estaba esperando que algo pasara, lo que fuera.
Luego miró su escritorio, había una pequeña libreta con pastas de piel negra, cerrada con un cerrojo de plata. Tenía tanto detalle la libreta que estaba seguro de que si acercaba la mirada, podría leer el título del lomo y podría ver la forma de la cerradura. “¿Qué tendrás en esa libreta?” –pensó Luis–, “¿Escribes tu querido diario, maricón?”.
Luis recordó su propio diario, el que le había regalado su padre después de ir a una feria. El cuaderno tenía tapas de madera, hojas recicladas y estaba cosido con hilo blanco. La portada tenía detalles artesanales prehispánicos. Huitzilopochtli con sus plumas azules y naranjas, parecía proteger los contenidos del cuaderno y –¿qué mejor protección? Es el más cabrón de todos los dioses –había dicho su padre. El padre de Luis, un hombre pobre y de buenas intenciones, fue mecánico y murió, medio ebrio, en el cumplimiento del deber: acomodó mal un gato que sostenía todo el peso de un Dodger ’78 (ah, la gorra del tipo, pensó Luis que buscaba una asociación lógica para esos recuerdos). Su padre había olvidado las prácticas de seguridad de su oficio y el coche golpeó la caja torácica hasta que perforó el corazón y los pulmones.
La muerte de su padre fue la primera entrada en su diario de Luis. Ese cuaderno arrumbado en el librero, justo después que lo compraron en una feria, finalmente sirvió de algo. Luis depositó en el cuaderno todo el odio que le tenía al padre muerto y cuando se acabó el cuaderno, decidió no escribir más de sus sentimientos porque eso era para maricones.
Regresó la mirada al cuaderno negro, el cuaderno que no sólo tenía la protección de la llave, pero también la protección del tipo de la gorra de los dodgers. Tuvo la certeza de que ese cuaderno contenía su propio diario, y que el cuaderno de Huitzilopochtli era lo mismo que ese cuaderno negro, que protegía ese maldito maricón, que escribía de sus pensamientos, sus sentimientos, y además que los cerraba con llave. Nunca se había sentido tan ligero de los hombros como en el momento que entregó la pintura. Peter Cueto, el encargado de seguridad de Don Alberto, pensó que Luis se vería relajado porque pensaba en el dinero.
Peter Cueto era un tercio irlandés, un tercio español y un tercio otomí. Así lo decía cuando le preguntaban por el nombre, y la mayoría tenía razón en no creerle, porque la verdad su sangre estaba bien diluidas gracias a los años de mestizaje que tenía su familia viajera que en cada rincón de un nuevo barrio, buscaban un tono de piel distinto y el acento más exótico para moverle a la memoria genética. Los Cueto, y para atrás, estaban destinados a mezclarse hasta que se acabara el mundo y se olvidaran sus rasgos originales, excepto una pequeña marca de nacimiento en el pezón derecho. A Peter Cueto, un examen concienzudo de su árbol genealógico le habría revelado que no tenía nada de irlandés, y que el tono preciso de su piel blanca, sus brazos fuertes, y su espalda ancha, se las debía a un comerciante holandés que alguna vez fue a dar a Veracruz, y que tuvo sexo de adicto con las criollas, las indígenas, los afeminados y algunos niños, porque de noche sentía que se enfermaba mortalmente y eso sólo se le curaba follando. La otra mitad de su piel blanca era una criolla de buena familia que se había casado ese año y que recibió al comerciante una semana en su casa, sólo porque venía de Holanda y eso era suficiente para subirlo a la categoría de visitante distinguido. Así fue como Verónica Jarano, tatarabuela de Peter Cueto, ofreció al holandés su casa y su coño en un afán, meramente, hospitalario. Esa pequeña historia explicaría el ánimo afable y de suerte genética que tenía el jefe de seguridad de Don Alberto. Peter Cueto era un hombre amable, gracioso y sonriente, aún cuando su trabajo lo había metido ya en tres tiroteos, una bala que le rozó la espalda y otra que le atravesó la clavícula.
La gente que trataba de herir, secuestrar o amenazar a Don Alberto Uriegas, arrostraba al gigante de Cueto, a ese gigante amable, de sonrisa amplia y chistes estúpidos, con cicatrices escondidas vestido en un traje de presupuesto imposible para un guardaespaldas; un gigante amable dispuesto a darles una putiza (diría Cueto, riéndose) y meterles un balazo entre los ojos como si no hubiera diferencia entre el hombre que payaseaba como un niño y el monstruo que guardaba en su interior.
Cuando Peter Cueto entró a la oficina de Don Alberto y miró el cuadro, se paralizó. Cueto barruntaba los ataques, las amenazas, los hombres de mal ver, pero nada le previno de la imagen que estaba a punto de ver. Era un hombre, sí, un hombre como cualquier otro, que seguía esperando algo, que vestía la mentada camisa azul y que tenía puesta una cachucha de los Dodgers.
Ese hombre que, de algún modo, se había grabado en la cabeza de Nicola y por curiosidad lo buscaba en internet con señales imprecisas como las pocas figuras que recordaba a través de sueños, de pesadillas y luego de largas sesiones concentradas de Fukuban. El mismo hombre que con sus manos protegía la libreta cerrada, ese diario que Luis juraba, debía ser el mismo que él había escrito cuando era niño. El pinche “Brujo”, diría Don Alberto, riéndose a carcajada abierta cuando pensaba en su broma de colgar un cuadro barato y que sus clientes se preguntaban quién chingados había hecho esa pieza maestra.
Cueto miró que a los pies del hombre había un perro flaco, recostado, mirando al cielo en dirección a un globo aerostático que se perdía en el horizonte. No podía quitar la mirada y desquitarla con las imágenes no era suficiente. Era como si el perro que miraba a lontananza, ese perro que desquitaba con su mirada todos los cielos y todos los sueños, lo hubieran pintado específicamente para él. Las cicatrices empezaron a dolerle e hizo consciencia de su propia estupidez, pero, ¿de qué otra forma se iba a burlar de la muerte si no era mostrándole una sonrisa? ¿De qué otra forma recibiría el perdón, sino con una actitud amable para el resto de la humanidad que no deseaba matarle por su trabajo, por su pasado, y por sus bromas malas?
Cueto se llevó una mano al rostro y unas cuantas lágrimas fluyeron. Lloró pero no chilló. No chilló porque si lo hacía, se le iban a caer los huevos y tendría que dejarlo todo atrás, para abrir un puesto de pescado frito en algún kilómetro de la carretera a Cabañas. Desde entonces, gracias al perro de la pintura, Cueto perdió algo de su alma y aunque deseaba por todos los medios evitar la oficina de Alberto, y verse confrontado con la pintura, y contra la melancolía de un globo aerostático que se iba al cielo, al espacio, con quién sabe cuántas personas, que quién sabe con cuántos futuros contaban y con cuánta comida se manchaban el rostro para disfrutar todo el viaje, entraba como un hombre, y se aguantaba las ganas de chillar como un hombre y recordaba su responsabilidad de ser el último cabrón que debían matar si querían llegar a Don Alberto.
Mejía, por otra parte, no encontró nada de valor en la pintura. Buscaba flojamente el nombre del artista para saber si tenía que gustarle o no, y no podía encontrarlo. Mejía sabía, como asistente de don Uriegas, que debía poseer cierto bagaje cultural para quedar bien con su jefe y ofrecerse en caso de necesitarlo. Pero Mejía no estaba dispuesto a hacer más de lo que había hecho Nicola, por ejemplo, que fue buscar en Google “El Brujo” y las características físicas del personaje principal de la pintura, la cual ya tenía a un puñado de gente reflexionando acerca de su vida y su futuro. Mejía, de haber hecho lo que se le ocurrió a un chamaco, habría adquirido un semblante distinto a los ojos de don Alberto y hasta le hubiera ofrecido las nalgas de su hija de manera diplomática y muy amable. Pero don Alberto leía muy bien a la gente que contrataba. Sabía de Mejía que gozaba de una intensa falta de curiosidad y un pragmatismo latente; era un buen perro y nada más.
Una noche Mejía se follaba a la becaria, Alicia, con promesas a darle el trabajo cuando cubriera sus horas. Estaban en la oficina de don Alberto, ella con las palmas contra el escritorio y él la tomaba por detrás. Reacomodó sus lentes con una mano para ver mejor la pintura y buscó señales más concretas que le explicaran de quién era la pintura, quién era “El Brujo” y por qué su jefe la tenía en un lugar tan privilegiado de su oficina. Después de expulsar el semen y de manchar las nalgas y la espalda de la becaria, descubriría que estaba ahí por culpa de la pintura y que follar en la oficina de don Alberto no era algo que hubiera hecho de no ser porque el cuadro lo llamaba a desafiar la autoridad.
—No hay nada en esa pintura –se levantaría sudando una noche y susurraría como un loco–: nada importante, no la hizo nadie famoso, nada importante. No hay nada en esa pintura.
Alicia, mientras cogía con el asistente de don Alberto, fijaría su mirada en unos naipes extendidos sobre el escritorio de aquel hombre, ese hombre delgado de extremidades largas que, si se levantara de la silla, se mostraría como un gigante. Mientras sentía las embestidas del miembro flaco, pero largo, de Mejía y mientras expulsaba cada jadeo, entrecerraría los ojos para analizar los naipes, luego las zapatillas del hombre con la cachucha de los dodgers y sus extremidades largas y flacas, tan largas y flacas como el miembro de Mejía. Después sentiría el semen caliente empaparle la espalda, las nalgas y ella a su vez, tendría un orgasmo, uno de los pequeños, provocado por la atención a la pintura. Al momento de subirse los calzones, con todo y el semen aún caliente, y de que su falda igual se manchara con la descarga, pensaría con toda honestidad: “Los prefiero chiquitos y gordos… los prefiero como un Botero”.
Nicola preguntaría en un foro de internet acerca de la pintura, ya que había recibido unas cuantas pistas pero no le eran suficientes y mencionó los pocos elementos que recordaba: Dodgers, camisa azul y un libro cerrado de tapas negras. Un usuario, cdander_611, respondió que conocía la pintura pero hizo una corrección: el libro no estaba cerrado sino abierto justo a la mitad y se veía muy viejo.
Una copia de la respuesta del foro: “El libro no era completamente negro, sino un poco gris o café, por el polvo que había acumulado sobre sus páginas y sobre sus tapas a lo largo de los años. También me acuerdo que el libro estaba abierto justo a la mitad y lo poco que podía verse tenía un título: “Conjuro para abrir una puerta y escapar”. Esa pintura la vi en un museo en Texas, hace algunos años, cuando iba de vacaciones con mi familia. En ella también había un perro ladrando, una caja de naipes que estaba cerrada y el mismo hombre, tal como lo describes en tu post, con una gorra de los dodgers y la camisa abierta. La pintura me pareció muy graciosa por todos esos elementos tan variados que tenía y que juntos eran muy discordantes, pero luego de un rato lograban una curiosa armonía y se volvía difícil separarlos. Un empleado del museo se acercó en esa ocasión y confesó que no sabían donde poner la pintura, porque no les parecía ni surrealista, ni dadaísta, ni impresionista, ni nadaísta y ni siquiera sabían quien había sido el autor exacto de dicha pintura. Luego me contó la historia de que la pintura había estado viajando de museo en museo, precisamente porque nadie sabía que quería hacer con ella y que preferían delegar la responsabilidad a otro museo, que tuviera el valor de alzar la voz y ponerle una etiqueta, un autor, una época, o que al menos se atreviera a decir que la pintura era ridícula. Me hizo reír aquel hombre, quien se presentó como Jacobo Kalmer, porque no me imaginaba que existiera esta clase de problemas en el mundo de la pintura. Por supuesto que los hay, me corrigió, y me contó la historia de un imitador de Trajano. El hombre trabajó tres pinturas de Trajano, habituado a pintar retratos, pero les quitó el rostro humano y les puso cabeza de perros. Las pinturas eran virtualmente las mismas, los trazos, los colores, el material, incluso el lienzo estaba bien cuidado, pero tenían cabeza de perro. Uno era un border collie, el otro era un weimaraner y el último era un basset hound. Jacobo Kalmer me platicó que los perros de Trajano –como le habían puesto a las pinturas– viajaron de exhibición en exhibición y finalmente un senador había decidido ponerlas en ridículo. Al día siguiente apareció un comunicado de prensa donde el biógrafo más respetado de Dalí dijo que esas también eran sus pinturas y que sólo esperaban a que alguien las denostara para confesar su autoría. Entregó cartas, documentos, certificados notariales, fotografías del maestro con los bocetos de los perros de Trajano y el senador se convirtió de la noche a la mañana en un hazmerreír. Por supuesto, nadie quiso admitir la duda de que Dalí hubiera hecho esas pinturas y ahora, ¿ves la firma del Brujo? Mira justo aquí, en esta esquina inferior derecha, a un lado de su nombre. Hay un reloj derretido, desinflado, que está a punto de irse para siempre. Está tan bien hecho que si quitas el marco, crees que se va a desparramar y va a entrar a nuestra realidad, como si fuera un huevo estrellado. ¿Tú crees que alguien quiera arriesgarse a decir algo concreto de esta pintura?”.
Dos restauradoras de arte que visitaron a don Alberto para analizar las condiciones del Faustino que habían adquirido, se vieron igual de atraídas a la pintura del Brujo. La primera de ellas fue Marina. Visitó la pintura un trece de junio. Marina buscó, sabiendo la historia del senador gringo que había dicho una estupidez, señales de que Dalí hubiera hecho el cuadro pero no encontró nada. Había una mancha dorada en una de las esquinas, como si un huevo se hubiera estrellado en el piso y a lo largo de varios días, el sol hubiera terminado por consumirlo. Luego miró un juego de llaves que estaba atado al bolsillo del personaje y le pareció familiar a Dalí. Tenía trazos ligeramente redondeados, metal un poco fundido, incluso las asoció con la escultura de San Jorge. Marina negó con al cabeza. No, las llaves tenían otro mensaje. ¿Por qué habría de tener llaves un personaje que vivía en un mundo abierto, donde un perro y un escritorio, donde los naipes y un globo aerostático, donde las manchas de huevos estrellados podían convivir en simple armonía? No había puertas.
Marina acarició una llave que tenía atada a un pendiente en el cuello y se mordió los labios. Pensó en su amante, encerrada en casa, encerrada en una jaula, encerrada y esposada, y encadenada a las rejas. Pensó que debía alimentar a su amante, que debía sacarla a pasear, que pronto debía procurar sus necesidades: alimento, caricias, el sexo, su sexo, su alimento, sus caricias. ¿Y si aquel hombre tenía una amante? ¿Y si poseía a muchos? ¿Qué escondían sus llaves a los ojos de todos los mirones?
Marina pensaba que cada espacio abierto dentro del cuadro escondía una cerradura y que el hombre de la cachucha de los Dodgers esperaba a que dejaran de mirarlo para que él pudiera alimentar y procurar a sus amantes –así como ella– de una buena vez. No pudo contenerse más y luego de hablar con don Alberto, y de apenas tocar el Faustino que también le provocaba una emoción similar al sexo, se encerró en el baño de las oficinas y se masturbó furiosamente, pensando en todo lo que necesitaba hacer cuando llegara a casa cuando sacara a su amante de la jaula. No lo hizo inmediatamente llegando, porque toda su energía sexual explotó en el baño de los publicistas, pero más tarde compensó a su amante con creces.
Oliveira, la segunda restauradora, visitó a don Alberto el dieciséis de junio y cuando vio la pintura, la descartó de inmediato y estuvo a punto de llamarla “el juego mediocre de un buen artista”, pero entonces estudió la iluminación. Igual que Marina, vio que la pintura era un mundo abierto que no definía luces por ningún lado y se quedó un largo rato, estudiando las sombras y buscando su procedencia. Cuando lo descubrió se le escapó un jadeo de emoción: la luz provenía del espectador, el espectador era el sol.
Analizó las sombras otra vez, y otra vez, y sintió que había encontrado una pintura que halagaba al espectador, como si además de no existir por los ojos de este, se oscureciera tan pronto lo abandonara. Oliveira, que también pintaba en sus ratos libres, pensó durante un largo rato en el efecto y trató de emularlo en una pintura. Descubrió que no era tan fácil como parecía y se reveló otro misterio del Brujo: el pintor que hacía las sombras dentro del cuadro era el primer espectador. El pintor debía ser el primer rayo que iluminara la pintura. Oliveira gastó muchas horas, muchos días, mucha vida, tratando de visualizarse como una fuente de luz para su propia pintura, inspiración de aquel juego mediocre, y jamás pudo hacerlo.
Nicola encontró una página en internet que trataba de explicarlo todo acerca de la pintura. La página inicial describía una serie de objetos que, según insistía, nunca eran los mismos. Un hindú llamado Yuga había encontrado un espejo por el que, si prestabas atención, podías notar como una sombra se estaba moviendo. Un irlandés borracho, Rory Gallagher, escribió que había visto “a can of beer and a pack of those mexican cigars, called FAIROS. Like Fire, but with an S.O.S. in the end.” (Esto, el webmaster de la página, no lo descartaba como una broma.) Mauricio, un español, decía que lo que más recordaba en la pintura era la escultura de una mujer desnuda que tenía el mismo cuerpo que su exesposa. Maraya, una colombiana, describía que en la pintura, justo a un lado del cuaderno cerrado con tapas negras, había un vaso de agua con un pez japonés adentro y describía con tal detalle las manchas del pez japonés, y su enormidad borrosa dentro de un pequeño vaso de agua, que Nicola creyó que sí lo había visto cuando sólo era el recuerdo que ya le estaba jugando malas pasadas. Un usuario con el apodo de Monkysskyux, mandó una carta al webmaster con veinte objetos que vio en la pintura, los cuales incluían manzanas, dedos y un colibrí. Al final, una mujer de nombre Mariana Oszuna, decía que lo que más recordaba de la pintura, era un fósforo en el centro de un círculo blanco, lo cual a Nicola le parecía extraño porque en la pintura era de día y no le veía sentido en tener un fósforo encendido a no ser que el espectador, “el mirón” pensó, estuviera perdido y necesitara uno de esos para hacer cuenta a todos los objetos que había en la pintura. La siguiente sección de la página era desconcertante: fotografías. Había cerca de dieciséis fotografías de la pintura, todas de mala resolución y con marcas en rojos para hacer notar los diferentes objetos que se habían encontrado.
Nicola ya se lo creía todo. El círculo rojo, número quince, de la segunda foto confirmaba la estatua de la mujer desnuda y el manchón rojo, número quince, de la foto seis era el pez encerrado en un vaso de agua.
En el preciso instante que Nicola dio click a “historia de la pintura”, don Alberto le llamó por celular y lo invitó a que se vieran mañana. Prometía que mañana, ahora sí o chin, chin, se haría la entrevista. Hoy habían tenido un accidente.
—¿Qué pasó tío? —preguntó Nicola.
—Híjole, es que me robaron una pintura, alguien de limpieza seguramente, quien sabe por qué… la verdad estaba pinchona.
—¿La pintura del hombre con la gorra de los Dodgers?
—Esa mera, bueno hijo, nos vemos mañana.
Nicola colgó el teléfono y siguió leyendo la página. El hombre con la cachucha de los Dodgers era un criminal que había violado y matado al menos a veinte niños en 1978. El hombre invitaba a los niños a ver un partido de los Dodgers, los drogaba con un refresco y luego se los llevaba a una casita que tenía en el condado de Pasadena. La página no explicaba como ocurrían los asesinatos aunque mostraba algunas fotos de los cuerpos mutilados de los niños a los cuales, a duras penas, podía distinguirse algo con esa resolución. Como todos los asesinos seriales de los ochenta, la pagina explicaba que se creía que Tom Trucker practicaba la brujería y que pertenecía a una de las ramas satánicas más populares. Antes de que la policía lo agarrara, Tom Trucker invocó a un demonio para que lo encerrara en un universo alterno y contenido. El demonio lo encerró en una pintura. Afortunadamente, explica la página, para liberarlo se necesitan una serie de pasos muy complicados que sólo si el destino quisiera podrían cumplirse. Nicola le dio un sorbo a su refresco y luego leyó en voz alta:
“Para liberar a Tom Trucker, se necesita de un niño que toque su carne, un hombre que piense en su padre y otro que piense en dejar su vida atrás; es necesario un imbécil que menosprecie o alabe la importancia de un nombre mientras coge con una muchacha. Se necesita una pervertida que esconda su perversión a los ojos de todos y una mojigata que descubra de dónde proviene la luz. Entonces ocurrirá un milagro: se derretirá el reloj, y su existencia será un vestigio y al final será una sombra. Por último, es necesario un idiota que escriba un cuento de todos estos diablos y así Tom Trucker será nuevamente libre”.
Este cuento se escribió en el 2011 gracias a los tuiteros que respondieron cuando hice la siguiente cuestión: imaginen que los llevan a una galería o a un museo y ven una pintura con una multitud de objetos, ¿cuál de todos los objetos les llama la atención?
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