Anoche, mientras estaba tirado en la cama, con los ojos entrecerrados y pidiéndole a dios, al que fuera, el primero que me hiciera caso, que pusiera arena sobre mis ojos y me permitiera agarrar el sueño, pensaba en la lectura que tenía frente a mí: “Absalom, Absalom!”
Leerlo debe ser una tarea de amor. Me ha llevado más tiempo de lo normal y a partir de cierto porcentaje, me di cuenta que… honestamente, no lo estaba entendiendo y que el libro lo que estaba haciendo era presentarme imágenes, voces, siluetas de personajes y un par de negros esclavos que sólo aparecían como maniquís, y que al apretar un botón, hablaban en el inglés más horrible que se pudiera escribir. Me ha tomado tanto tiempo y es tan difuso, que he escrito al respecto de esa confusión, de las voces de los personajes que apenas conozco, de las situaciones tan azarosas como el incesto entre dos de los personajes cuyo nombre se me va. Hice una mueca, anoté en algún lugar que debía releerlo –de preferencia en español o una edición inglesa con alguna especie de guía– y sigo mi lectura que, aunque parece un martirio y parece lenta, también es fascinante porque está moviendo algo en mi cerebro. La lectura me provoca. No sabría decir qué, pero lo hace.
Leí en alguna parte que James Joyce escribió “Ulises” con la dificultad que lo hizo, porque era su magna obra… esa por la que deseaba que lo recordaran. Él quería dejarle a los críticos, a los lectores, a quien tuviera el libro en sus manos un acertijo indescifrable. Entonces me encontraba a las tres de la mañana, escribiendo sobre esa idea, mientras la tinta digital desplegaba las oraciones complejas de Faulkner–: La lectura es un juego que el escritor le prepara al lector, es un acertijo que puede ser irresoluto. Puede ser que un lector tome un libro, un lector con experiencia, uno que ha leído todo tipo de libros y que ha jugado todo tipo de juegos con le lector, uno que ha sido cómplice de muchos y ha platicado con tantos como ha podido, y descubra con tristeza que ese libro no puede entenderlo. Ha leído más del cincuenta por ciento del libro y sólo hasta ese momento, se da cuenta que no ha entendido nada y lo único que ha podido ver son imágenes, son voces, una película borrosa de la historia completa mientras el escritor se rasca la nuca y sonríe condescendiente –un gesto muy preparado– y le dice que ganó la partida, que esta vez no descubrirá nada y que el lector sigue teniendo control de la historia, sigue teniendo control de la lectura y que hasta ahí tiene el lector para descubrirlo.
Es como “Esperando a Godot”, pero “Esperando a Godot” tiene suficientes teorías satisfactorias para que cada quién se quede con algo. “Esperando a Godot” te avisa desde el principio que no vas a ganar y lo único que te queda es reírte incómodo de tu propia ignorancia (ignorancia inevitable, porque no fuiste la cabeza que escribió la obra), de que tienes que –forzosamente– ofrecerte como contexto para que la obra tenga algo de sentido y al final, adquiera un tinte de crítica (social, moral, de postmodernismo, de lo que se te ocurra). O bien, ser muy honesto y abandonarlo, aceptar que simplemente es absurda.
No, en mi caso, Faulkner me descubrió que su obra es un acertijo completo y que yo podría escuchar todas las voces que quisiera, que yo podría mirar las siluetas de sus personajes, pero al final, probablemente no tendría razón. Así me la jugó. Abre oraciones, introduce otra voz, habla otro personaje, entonces descubres que en el inicio solamente son dos personajes platicando y tratando de recordar. Lees y sigues atravesando el mundo que hizo el escritor, ese mundo ambiguo, de casas que se derrumban, edificios y estructuras que se levantan a la mitad. Eres un peón que trata de avanzar por las calles y llegar al final con todo el botín, pero el clima no te lo permite, el mundo inestable y abstracto te detiene. Nada tiene sentido.
Es un libro para releer. Un libro que invita a dos o tres relecturas, hasta encontrarle sentido. En mi caso así es. Cada escritor se inventa un acertijo distinto para el lector. Para cada cabellera hay su máscara. Las técnicas del Huracán Ramírez podían someter al Santo. El Perro Aguayo podía ganarle a Octagón. En este caso es lo mismo. El lector cuando toma un libro (tal vez, hasta un blog, ¿por qué no?) parece que tiene contacto con el autor: Puede ser una complicidad amistosa, admiración, que le está invitando un café o una cerveza, puede que estén teniendo intimidad… esa intimidad, en varios grados de suciedad y pérdida del decoro, o puede ser simplemente una plática. No importa, para llegar a ese contacto… el lector tiene que resolver el acertijo que le presenta el autor, que es el texto completo. Un acertijo que se somete al contexto de quien lo escribió, a la época en que lo escribió, a los estilos y recursos que utilizó.
Y entender un poco de historia no es ninguna garantía. Ayuda, pero no es garantía. Un buen escritor puede tomar toda clase de contextos para hacer un espejismo engañoso. No estás llegando a ningún oasis, te está llevando directamente a la tormenta. Ayer acepté con tristeza que eso hicieron conmigo y puedo tratar de olvidar la tormenta, o puedo tratar de caminar en ella, esperando al final alcanzar una luz que me explique lo sucedido.