Escribo acerca de un personaje que tiene una condición cardiaca. Las cajetillas de cigarros advierten los problemas cardiacos que puede traer la vida del fumador. Dejé de fumar otra vez. Llevo dos días. Mañana será el tercero. El tercer día para el que está dejando de fumar es muy importante, porque es el día en que la nicotina abandona su cuerpo y después, todo queda en la cabeza. Miré un episodio de “Quantum Leap” donde un luchador tiene problemas del corazón. ¿No es lo mismo que pasa en “The Wrestler”? Escribo acerca de un personaje con un corazón enfermo y no sólo me intereso por las guías que pueda dejar la ficción, también leo detalles de lo que sucede con las venas, con la sangre, con el oxígeno, con los límites que pueden y desean empujar para que nadie decida sus vidas. Ni siquiera el corazón herido.

Lavaba platos y luego recordé un episodio infantil. Jugaba en casa. Me atraparon, me hicieron cosquillas y no podía parar de reír. Me reía, me reía hasta que todo se volvió blanco y las cosas se multiplicaban. Debía ser culpa de las lágrimas. Seguía riéndome. Mi risa se escuchaba como el eco de un espíritu que me está observando. Mi risa se convirtió en algo ajeno. No podía jalar aire. Es la única vez que he reído tanto. Me mareé y me dejé ir. Me abandoné a una exigencia desconocida, intrusa y necesaria del cuerpo. Mi tía me dijo que me desvanecí por cuestión de segundos. Le sonreí. Pensaba que jamás reiría como aquel día y es la verdad. Jamás he reído hasta desvanecer.

Entonces pensé en el personaje con su enfermedad cardiaca. El personaje insiste en un deseo: terminar su vida en una explosión, digamos, “espiritual”. La secuencia obvia implica un orgasmo pero luego se me ocurrió la risa. Enjaboné un plato, un vaso, dos tenedores, me miré distorsionado en una cuchara y acerqué la cara. Como si pudiera platicar con él, le dije que podía matarlo de risa. Él me respondió tranquilo, encendiendo el cigarrillo que yo no puedo, que no estaría mal… siempre y cuando la muerte fuera su destino. ¿De quién no lo es?, le pregunté, ¿de quién no lo es?