Anoche, los perros del terreno que está junto a mi casa, ladraban y corrían desesperados. Estaba en mi oficina con la luz prendida, fumando un cigarrillo de madrugada que solo puede disfrutarse después de varios meses de abandonar el vicio. Apagué la luz. Traté de enfocar la mirada. Era imposible. Solamente podía escuchar a los perros, a las cabras y a la vaca, en una alharaca imposible de descifrar en la oscuridad. Los escuché un rato más, hasta que se consumió el cigarrillo y otro más. ¿Qué habría pasado?
Hace unas semanas castraron a mi perra. Mi esposa me platicó el encuentro con la veterinaria—: Me enseñaron el útero y los ovarios, parecían pequeñas canicas. Me platicó dónde crecían los perritos y luego me enseñó como debían navegar en el interior de Nico. No importa… pues ya está hecho. Ahora debemos darle estas medicinas durante ocho días y evitar que suba, baje, salte, se pare en dos patas, se coma los muebles. Paseos nada más afuera del fraccionamiento. Me recomendaron cinco minutos cada dos horas. Para subirla tenemos que cargarla.
La mañana siguiente a la pelea nocturna e invisible de los perros, me asomé por la ventana para mirar el terreno vecino y descubrí que un cachorro mordisqueaba la carne de un cadáver. Le tomé una fotografía. ¿Estaba comiéndose a una de las cabras? No, lo dudaba. De ser una de las cabras los dueños habrían sacrificado a los perros. El perrito mordisqueaba intensamente. ¿Y si era un hombre? ¿Un estudiante perdido en la mala borrachera del domingo? No, no eran ropas lo que mordisqueaba. Era piel. El cadáver estaba pintado de un rojo opaco y todavía tenía carne. Bajé a desayunar.
Los días después de la operación de Nico, he tenido que cargar por momentos el equivalente al peso de un garrafón de agua. Quisiera que eso se tradujera en ejercicio pero la verdad, cargarla es tan breve, que no cuenta. Si Nico quiere subirse al sillón, debo detenerla y subirla en brazos. Si quiero entrar a mi oficina a trabajar, tengo que subir las escaleras con ella al segundo piso. Si tengo que bajar a comer, a desayunar, a recibir al cartero, tengo que bajar con ella en brazos. Aunque tiene el espíritu de un cachorro, su cuerpo está definitivamente cansado porque duerme durante horas, enroscada en sí misma, consciente de la necesidad de que su cuerpo se recupere. No siempre puedo detenerla. Es tan rápida y tan tramposa que sube y baja del sillón repentinamente, como un accidente travieso. Entonces la saco a ciertas horas del día al jardín, ha mordisqueado a un joven limón que no estoy seguro pueda sobrevivir a la convalecencia de un cachorro.
Mientras cargo a mi perra convaleciente, a Nico, miro por la ventana como un perro adulto termina con los restos del cadáver. Busca carne en el hocico. Entonces me doy cuenta de las dimensiones. No es tan grande el cadáver. Es un perro comiéndose a otro perro. Anoche, probablemente, un perro hambriento entró al terreno en búsqueda de una jugosa vaca y los perros hicieron lo que debían hacer: Proteger su territorio, proteger a los otros animales de sus dueños, matar al intruso. Luego miro a los ojos a mi perra, que está en mis brazos y hago una mueca. Le pregunto—: ¿Tú me vas a proteger si entran otros perros a comerse nuestra comida? —La perra parpadea y bosteza. Qué comodidad.
Escribir un texto parece, a veces, como tratar con los perros. Hay textos como animales, que están ahí para proteger a nuestras vacas, nuestras cabras y nuestros sembradíos metafísicos. La jauría de textos se reproduce y nacen los cachorros. El texto nos acompaña durante varios años, unos doce o quince, depende de la raza. Cuando son jóvenes, ladran por nuestra atención y juegan, dan vueltas, desentierran los cadáveres del jardín, se roban los huesos y los esconden bajo un pequeño limonero. Cuando envejecen duermen en nuestros sillones, en la entrada de nuestra casa, en los tapetes y si salimos a caminar, nos acompañan silenciosamente mientras olisquean la mierda de otros textos. Los textos atacan a los textos ajenos qué, como un intruso hambriento, buscan un alimento espiritual.
Los textos aburridos acaban con la casa.
Cuando los textos enferman, entonces los llevamos cargando en los brazos y no podemos alebrestarlos porque puede que rompan sus cuerpos en un descuido. Los textos enfermos bostezan, se enroscan y duermen aún cuando no les importa si nosotros no podemos dejarlos. Abren medianamente los ojos para vernos caminar y fumar, mientras esperamos a que sanen para que puedan acompañarnos en las caminatas de tedio y ejercicio. Esperamos su compañía para seguir lentamente al final, después de varios años, de nuestra vida juntos.