Se acerca a darme un beso de despedida. Cuatro y fracción de la mañana dice el reloj. Sale de la habitación y la perra despierta. La perra da vueltas en la habitación, sus patas golpeteando el piso de madera. Clac clac clac. Empiezan los gañidos. Escuchamos que algo pasa allá abajo. La perra para las orejas, presta mucha atención a los sonidos, imagino que dulce e ingenuamente, está esperando un regreso. Escucho los ruidos: Se estará sirviendo café, se estará haciendo un sandwich, se estará preparando para un largo viaje. La perra da otras vueltas más y luego salta a la cama. Finjo que estoy dormido esperando que eso me duerma de veras. La perra se acomoda entre mis piernas, deja caer el hocico sobre mi vientre, cierra los ojos y resopla. La dejo. Parece que ha regresado la paz, cierta paz. Silencio allá abajo. Los párpados me pesan e imágenes, como espejismos, nublan la razón. Estoy agarrado de la cuerda que me llevará al sueño. El eco de un portazo me arranca, la perra levanta el hocico y empieza a ladrar. Baja violentamente de la cama, da vueltas alrededor de la cama y sobre el piso de madera (clac clac clac), ¿por qué no tienes sueño animal?, me pregunto y la perra gañe bajito. Se ha de sentir engañada. ¿Llora porque deseaba se la llevaran de paseo? ¿Creyó que estaban preparándole una jugosa comida allá abajo? ¿O querrá bajar a olisquear el jardín y confirmar la ausencia? Dormir se ha vuelto una tarea imposible. Tomo el libro electrónico, lo prendo, leo… pasa una hora, pasan dos, y de fondo escucho los ronquidos de una perra que duerme como los ángeles.