Un hombre me vio jugando con una baraja mientras tomaba un café y miraba al techo. Lo miré de reojo. Caminaba como una ratita, con las manos pegadas al pecho y las piernas temblando ligeramente. “Ojalá no se acerque”, pensé, “no tengo muchos ánimos de platicar con extraños”. Ese extraño. Al verlo de reojo me dio la impresión de que platicaríamos de sus enfermedades inventadas y culminaría con si tendría unos cuantos pesos en el bolsillo para curarlas. Se los daría para que se fuera mientras pensaba la verdad: que esas enfermedades se llaman esposa y cuatro hijos, todos en la esquina de alguna calle pidiendo para otras enfermedades inventadas. Acabaría por concluir: “El hambre, bien mirada, es una enfermedad” y justificaría el robo.

Entonces le descubrí cuernos y una mirada roja que se esfumó como un espejismo. Tan supersticioso como soy, saqué las cartas y empecé a barajarlas. Su nombre estaba anotado en una de las cartas y, si en verdad fuera éL, la primera carta saldría con su nombre. El hombre se invitó solo y tomó asiento. El mesero se asomó pero no se decidió a salir. No lo culpaba. El sol de las doce exudó calor perniciosamente.

–Perdón… necesito contarle a alguien esta enfermedad que tengo, ¿tiene tiempo para un hombre débil? –dijo el hombre, castañeteó los dientes ligeramente–. Es un miedo que me enferma. Venía caminando por la acera y cuando lo vi, necesito preguntarle esto porque luego no podré dormir tranquilo. Ya me imagino. Oculto en las sábanas, sudando, quieto como un muerto. Mi esposa me daría de patadas pidiendo que por favor dejara de pensar en usted. O lo que creo que es usted. ¿Pero cómo se lo explico a ella si ya lo he hecho cientos de veces y todavía se desespera conmigo? El miedo es el gran paralizador. El miedo antecede la muerte de los débiles. Se lo pregunto pero no se ofenda. No me convendría que se ofendiera cualquiera que fuera su respuesta.

–Escuche… tengo unas cuantas monedas. Puedo dárselas y se las da a su esposa si eso lo deja dormir tranquilo.

–¡Ajá! ¡Eso es lo que harías! Ofrecerme dinero. Estás esperando que te acepte un contrato para chingarme quedito. Supongo que no necesito preguntarlo, supongo que lo mejor sería que me levantara de la mesa y regresara a mi camino. El problema es que ya te fijaste en mí. Ya preparaste una serie de circunstancias que nos llevará a ese punto incómodo donde te la cobras. ¿O te fijaste en mí desde que nací? Eso, mira… nomás lo dije en voz alta y fue como si se me quitara un peso sobre los hombros. No lo suficiente para dejar de tener miedo.

Sacó una cajetilla. Con las manos temblorosas sacó un cigarrillo y se lo puso entre los labios. No me parecía un fumador. Extendió su mano, me ofreció uno y por el miedo que se contagia me negué. Ambos sabíamos de quien estaba hablando. La superstición me decía que si aceptaba el cigarrillo era como si aceptara su contrato. Me pareció ver una sonrisita en el hombre cuando negué su ofrecimiento.

–¿Sabes de qué tengo miedo? En estas cartas escribí tu nombre. Escribirlo, supongo, no es tan doloroso como barajarlas y que aparezca al azar. Es como si el destino mismo te trajera. ¿Y cuál es mi sorpresa? Sin necesidad de hacerle al juego bruto te vi cuando caminabas hacia mí. Parecías distraído pero ahora pienso que es un engaño. Estoy casi seguro que si barajo ahora, apareces. Se te cae el disfraz y te vuelves un azufre en llamas. El inicio de una invocación profana. Tú no te cobras el que te llamen en vano porque te aseguras de que siempre haya beneficio –tenía ganas de aceptarle el cigarrillo. El hombre había dejado la cajetilla abierta y un cigarro que se asomaba casualmente. No, ese no era un hombre, era el nombre de la carta.

Se echó la carcajada de una señora nerviosa, las manos se le movieron sin control y casi se le cae el cigarrillo de los labios.

–No puedo creerlo. ¡Tú debes serlo! ¿Sabes por qué me acerqué? Estaba caminando cuando se movió la nube y la luz del sol me cegó un momento. Creo, no… aseguro que te vi con cuernos y una colita que salían de tu pantalón. Te vi las patas de cabra. Y luego la visión se esfumó. Qué grande. Ahora estamos aquí apostando quien es quien. Eso me tranquiliza, supongo. Saber que podemos platicar y dudar el uno del otro. A lo mejor el verdadero está en otra mesa, escuchando nuestra conversación y divirtiéndose con los juegos de engaño que acostumbra.

–Eso, o estás tratando de persuadirme que no lo eres, estás creando una confusión para que el otro se crea en un juego superior, en un juego más grande. No lo creo. Te gustan los juegos simples.

–¿Cómo sabes que juegos le gustan? –Así discutimos durante varios minutos. El hombre no cedía a la tentación del dinero para que se fuera. Yo no cedía a la tentación del humo, del cigarrillo asomado que probablemente firmaría el contrato. ¿Y cuál era el problema? Podía pedirle riquezas, podía pedirle una casa más grande, una infusión de creatividad para escribir durante cuatrocientos años. ¿Cuál era el problema de entregarse si de todas maneras ya casi nadie cree en el alma? Después lo pensé mejor, tal vez, mi error fue dejarlo que se sentara en la mesa. Permitir que me contara sus problemas. Nunca le dije que no, nunca le pedí con palabras explícitas que se fuera. Él, por supuesto, con sus dientes y sus manitas de rata y los nervios de una esposa inventada. La vehemencia de temer su propia existencia. Era tan fácil creerle que no era pero no podía ceder. El alma, igual que él, es una invención necesaria para imponerse ciertos límites. Necesitaba demostrarle que era invención del hombre. (Por otra parte, mientras más hablaba contemplaba la posibilidad de que yo lo fuera y que lo hubiera olvidado. Que la misión era, por supuesto, adueñarme de ese hombre aparentemente insignificante. Misteriosamente mientras más hablaba, más detalles de los métodos diabólicos salían como humo negro de mi boca. Pronto tendría la capacidad de invocar un río de moscas para pedirle que se callara, como en las películas. Ah… como deseaba eso. Como deseaba ser el que se engañó así mismo para tomar por sorpresa a los hombres… ¿Y si así fuera? ¿A quién estaré engañando?)

Mientras discutíamos revolvía las cartas y miraba discretamente (aunque esa sonrisita de nuevo cada vez que salía). La carta no variaba, estaba maldita: Era el nueve de diamantes. El diablo.