Regálame uno. No todos los días me ofrecen la oportunidad de hablar del cochino Jaramillo. Gracias, ¿fuego? Gracias. Dices que conoces mi futuro, que en unos años me llamaré de otra manera y que haré un largo viaje en aguas violentas para descubrir la respuesta a una pregunta que desde ahorita me carcome. Lo dudo. Matías, el marinerito. No me suena.

Sólo de niño me preguntaba lo importante. Además, tuve el cochino placer de compartir una aventura con una adivina verdadera. Era una vieja ciega, gorda, morena y amargada que incluso podía hablar con los animales. Le pregunté como abandonar Jaramillo, ella no supo decirme, me dijo que de ese lugar solo podían salir los muertos perdonado. ¿Y?, ¿sabes cuántos hay de esos? ¿El perdón de quién? ¿Cómo sabe uno? Te mueres, se muere tu madre, se mueren tus abuelos, los tíos lejanos, los amigos de la infancia y ¿cómo sabes que fueron perdonados, de qué fueron perdonados, quién les abrió las puertas? No nos engañemos, ¿de quién es el consuelo? ¿A quién sirve?

Muchas preguntas para quién según no se hace las importantes, ¿verdad? Pero no son importantes. Quería salir de Jaramillo. No soportaba su quietud asfixiante. Es como sí, de un momento a otro, le hubieran regalado a la gente el don de la espera y el aura de sus vidas empezara a opacarse. La espera es ignorar a la muerte. Al menos, antes, había problemas en los que cualquier persona civilizada se podía meter. Me emborrachaba algunos días y, ¿cárcel? Para nada. Los soldados de Paz, primeros encargados de la reconstrucción de Jaramillo, me cargaban en sus cariñosos brazos. Al día siguiente estaba arropado como un bebé. Es usted un héroe, me decían, usted ayudó a salvarnos del Hombre sin Rostro, del Manipulador de Sombras. Uy, uy, uy, que bonito, que padre. Me regalaron una medalla, me regalaron una casa, me regalaron los cafés y el whisky, todas las hojas blancas que pidiera para escribirme una nueva historia, pero yo no podía. Maldita ciudad poblada de terrenos vastos, de jardines y de pasto, de pasos de adoquín y de quioscos repletos, de arbolitos y sonrisas incrédulas, esas sonrisas que van creciendo al ahí se va porque todavía tienen dudas, porque no están seguras de que la pesadilla se haya terminado.

En Jaramillo no se muere, nomás se pasa a otro plano de aburrimiento. Afuera no sé. Aunque el suicidio parecía un recurso práctico y definitivo para cambiar mi vida, me llenaba de dudas. Tristemente, esperaba igual que los otros. Era una apuesta muy difícil: colgarme de la viga y descubrir si era uno de los muertos perdonados. En ese pinche pueblucho era un héroe, ¿y? La gente casi me alimentaba el whisky con mamila, que clase de perdón le puede traer uno eso. En la aventura con la viejita ciega pude convivir con los muertos, escuché los ecos de los fantasmas ociosos y abandonados por los ríos metafísicos de lo sobrenatural. Nada qué. Matarme no garantizaba nada. Si acaso me quedaría sin alcohol, sin plumas rebosantes de tinta sin la esperanza de ser utilizadas y sin los paquetes de hojas blancas arrumbadas en alguna esquina. ¿Con tantas dudas, pues cómo me iba a matar? No pues, así no vale. Tenía que buscar una salida, otra salida, porque la muerte nomás me haría bien pendejo.

De haber sabido, espera… regálame otro. ¿Fuego? Gracias, gracias. Que amable. Si alguien me hubiera garantizado el perdón, definitivamente me hubiera matado. No es que tuviera una vida tan desperdiciada, no creo, tal vez, bah… es que… esas cuentas de que salve a Jaramillo y después verlo tan triste, y aburrido, no me cuadraban con el perdón.

(Matías fuma en silencio. Le pregunto más y no responde).