En medio del desierto, donde se alza imponente la Torre de los Sueños, crecieron unas bestias que son llamadas jugolares. Nadie tiene memoria de cuando apareció el primero. Se encuentran dispersos por todo el mundo. Del jugolar se sabe poco: Su carne es deliciosa; son felinos gordos, grandes y moteados; sus movimientos son estéticos y divertidos; se les ha contado con seis o cinco ojos (los machos, las hembras); difíciles de cazar porque son ágiles para huir y ocultarse –paradójico en seres de semejante tamaño–, pero una vez capturados, guardan silencio. Aceptan con tranquilidad su destino, cualquiera que este sea.

Algunas personas se han dejado timar por la tranquilidad de la bestia y los dejan vivir, soñando que podrían domesticarlos, para descubrir al día siguiente que han desaparecido. Se esfuman. Los cazadores jamás han visto que un jugolar luche ferozmente por su vida. Su piel sirve para vestir, sus huesos son fuertes para crear utensilios y no se necesita un cocinero experto para que toda su carne sea aprovechada.

Los jugolares tienen jerarquías que los humanos no han descubierto. Ni siquiera los magos más sabios. Las bestias son muy celosas de sus secretos. Sus habilidades y su lugar en la manada, en el mundo, depende de la cantidad de ojos. Entre menos ojos posea, más arriba de la jerarquía está. Al menos se conoce que los machos tienen seis ojos y las hembras tienen cinco. Son poquísimos los que nacen diferente y que sobreviven al trauma de nacer: Los de cuatro ojos conocen todos los idiomas, los de tres ojos son clarividentes, los de dos ojos son espíritus que pueden transformarse en hombres, los de un ojo son los jefes que dirigen grandes manadas.

Los jugolares tienen canciones del ciego, ese que nacerá sin ojos y que será un nuevo dios del mundo. Pero son canciones, se dicen, y no le dan otro mérito más que el entretenimiento de los más pequeños, tan soñadores y parlanchines necesitados de sueños para mantenerse ocupados en lo que pasa el primer año. Cuando pasa el año, se vuelven adultos, se entregan pacíficamente a una vida natural, casi ascética, donde aprecian el justo lugar de las cosas. Todo jugolar silencioso se cree poeta.

Se echan en la arena, con la panza arriba, para recibir los rayos del sol y juegan despreocupados. En las noches su pelaje se oscurece, desaparecen, se funden con la tierra o con la arena, aún cuando la luna está en lo más alto. Cazar jugolares en las noches es imposible. De día, cuando los cazan, ellos creen que es un juego. ¿Y no tendrán razón? Los jugolares también cazan. Persiguen a los tiramizules como gatos gordos que bailan un tango y luego de la comida, se sientan a contemplar los espejismos de un calor excesivo. Imagínate que naciera el dios jugolar, dice un pequeño mientras come unas yerbas para limpiar sus dientes y un adulto le responde, imagínate… nos enseñaría a bailar como dioses.