Algún día vendrás con nosotros a proteger la Torre de los Sueños. Faltan hojas especiales en tu cabeza. No cualquiera puede dártelas. Cuídate de escoger bien a tus presas. Sus padres lo dejaron con esas palabras. Desde entonces, es un quetzalcoatli que navega los cielos solitario, expectante, impaciente. Su especie no se toma bien la soledad. En su sangre tienen la educación de pertenecer a grandes grupos y formar parte de una jerarquía. Aprenden del mundo a través de sus mayores, aquellos cuya cabeza está adornada por una multitud de plumas coloridas. La soledad los parte, los vuelve estúpidos, feroces, débiles. Sin embargo, el abandono es un requisito inevitable para los quetzalcoatlis aspirantes a proteger la Torre. Uno de los pocos y grandes honores que ofrece el mundo.
Lleva mucho tiempo volando sobre la casa de una familia. Una casa apartada, a dos kilómetros de un pequeño pueblo. ¿Por qué están tan solos?, pensó el quetzalcoatli, no saben lo que duele. El hombre es un guerrero, la mujer es sana y fuerte, el niño tiene futuro en el mundo de sangre gracias a la combinación de sus padres. El padre le enseña a cazar tiramizules y jugolares. El niño aprende pronto por la fortaleza de su sangre. El padre es un excelente maestro, tiene cicatrices en los brazos, en el rostro y un ojo ciego. Es un guerrero que ha cargado en sus espaldas, durante muchos años, la crueldad del mundo. El joven quetzalcoatli indaga en el pasado del hombre con sus ojos que pueden ver el tiempo. Descubre guerras, descubre traiciones, descubre su cuerpo ensangrentado, abrazando a los amados que se fueron por las puntas de las flechas, el filo de las espadas, el fuego ardiente de las catapultas. ¿Por eso los alejaste de los hombres?, se pregunta el quetzalcoatli. Observa al guerrero tuerto, lo sopesa. Durante las madrugadas, mientras duerme, baja silenciosamente a reposar afuera de la casa y lo vigila con uno de sus enormes ojos turquesa a través de la ventana. Socava el alma del guerrero. Analiza la posibilidad que sea una de las presas especiales que sus padres advirtieron. Si fuera cualquier otra criatura, el padre habría despertado y habría aventado la daga con la que duerme a un lado. Pero no es cualquier criatura la que lo observa. Es la más letal y cautelosa de todas. Un abandonado en la búsqueda desesperada por un propósito. Los quetzalcoatli son silenciosos, son demasiado rápidos y pueden ver, si ellos así lo requieren, unos cuantos segundos en el futuro.
Vuela de nuevo. Evalúa. Los mira como pequeñas hormigas en su rutina. La mujer sale muy temprano para trocar la caza por el pan, las semillas y la leche. El padre y el hijo salen a cazar. Los sigue desde el cielo. Evalúa de nuevo. Recuerda el consejo de sus padres: Presas excepcionales. Aún cuando podía mirar muchísimas cosas en el mundo, no sabía como identificar dichas presas. El guerrero, en apariencia, era una decisión segura, pero si fuera así de fácil, bastaba con irrumpir un campo de batalla y seleccionarlos uno a uno. No, tenía que ser otra cosa. Sería tan fácil si sus padres pudieran guiarlo… ¿Y sí en ello consistía el enigma? El quetzalcoatli evalúa e imagina. Sonríe. Escoge. Se atreve. Empieza el descenso mientras el niño tensa una flecha. El guerrero saca la espada, voltea, lo presiente y es demasiado tarde. Escucha el grito del guerrero mientras cruje los huesos del niño cazador en su hocico, sus dientes se bañan de sangre, ya está de nuevo en el cielo y las flechas, los quejidos, los sollozos del guerrero se alejan rápidamente. Una nueva hoja, una dorada con la silueta del niño, crece en su cabeza mientras celebra su decisión.
Más tarde vendrá por la mujer y al final, sí, al final el guerrero. Uno como él querrá luchar, querrá matarlo por haberlo arrinconado al dolor de la pérdida. Imagina, sueña, se alegra de encontrar un propósito en el camino. Descubre satisfactoriamente la respuesta: Las mejores presas son las que uno se fabrica.