El soñado despertó. Su primer deseo fue enterrar las manos en la arena. Cálida, suave, se deshacía entre sus dedos como agua. No tenía mucho tiempo. Se arrodilló, miró a su alrededor y contempló los cielos. No sólo el de la Tierra, también el de Júpiter, el de Ítaca, el de la Venus de Milo. ¿Cuántos cielos no había visto el soñado? Muchos. No se atrevía a decir que todos porque siempre eran nuevos. No confiaba en el engaño del mismo cielo o de la misma luna. Se levantó y empezó a correr en la arena. La arena, como se lo vaticinó la misma arena, se convirtió en agua. El agua se hizo concreto, el concreto se transformaron en espinas, las espinas sangraron las plantas de sus pies, se hizo raíz y se quedó quieto, cara a cara, contra un sol amable y sonriente que le acariciaba todos los cabellos. La calidez del sol, extrañamente, se sintió como el abrazo de su madre. El soñado no estaba preocupado, sabía que no había mucho tiempo, pero las oportunidades nunca se perdían. Se hizo árbol. Unos feligreses hicieron una ciudad a su alrededor. Las hojas de sus múltiples brazos cayeron con el golpe de un viento. Hoja, siguió avanzando, dejando atrás al sol, a los fieles, a la ciudad de hormigas en la que se convirtieron sus raíces. Entró en un abismo. No pienses que te caes, pensó, o te vas a dormir y serás el sueño de otro. Se aguantó los verdes nervios muchos días, muchos meses, muchos años, hasta que se hizo hombre. Cayó de pie. Corrió en la oscuridad. Extendió el brazo para robarse una antorcha. La antorcha era un fénix atado de las patas en madera de vieja ceiba. Búscalo ahora, se dijo, eres hombre de nuevo. Dio felices brincos cuando recuperó su forma humana. Algunas veces era imposible recuperar la conciencia después de la mutación. Un viejo uniformado de azul le ofreció un paraguas. Lloverá pronto, resguárdese, deme la antorcha. Lo ignoró. Escampó. Llovió. Arreció. Sintió como el agua le congeló los brazos, le congeló las piernas, ¿Tanto tiempo ha transcurrido desde el abrazo de mi madre sol? Negó. El fénix se hizo cenizas húmedas, se convirtió en un cenicero. Una dama de rojo pasó y le ofreció un cigarrillo. Un cacto con las espinas llenas de pequeñas gotas se rió de él. Aceptó el cigarro de la joven, lo encendió, paró de llover. Las grises nubes se disiparon bruscamente. El cielo desplegó un azul intenso como el de un desierto. Hombres gigantes de arena caminaban lejos de él, mirando al frente, sus brazos y sus piernas entregando minúsculos granos de arena a tierra empedrada. Buscó entre los bolsillos de su saco y les tomó una fotografía. Recordó lo que estaba buscando: El cuaderno, el maldito cuaderno. El soñado guardaba en su cabeza todos los sueños que había vivido, pero nunca llegaba a encontrar el cuaderno para anotarlos. El lento andar de los hombres de arena le dio sueño. No pudo detenerlo. Se arrodilló. Cerró los ojos. La tierra temblaba un poco. Lo arrullaba. El soñado se quedó dormido.