Las puertas altas, altísimas, para que entre el alto, el altísimo. Puertas gruesas de madera, pesadas, que resguardan viejos secretos y frescos jodidos por el tiempo. ¿No te pasa? ¿No has escuchado los ecos de las confesiones de antaño? ¿Murmullos que rebotan de pared en pared, de piedra en piedra? Se esconden por las grietas de la madera, oxidan el hierro, descarapelan las ropas de los santos. Puertas oscuras, invitan a las sombras, no permiten salir los discursos piadosos, compasivos y del tamaño perfecto para una procesión de crucifijos. Esta es la presentación común de la iglesia: «Pasa, pero no olvides lo pequeño que eres. Recoja esperanza tan grande como pueda todo el que se atreva a entrar aquí».
Tomé varias veces esta fotografía, como acostumbro, con los ajustes aleatorios de Hipstamatic. (El azar también es mi dios). La versión de sombras, en blanco y negro, me gusto más. Parece darle vida a la puerta, parece un monstruo anciano con la boca abierta en la eterna espera de la comida. Un viejito rendido con las manos muy grandes. Ha pasado tanto tiempo que no distingue entre abrazar y estrujar a una persona, y ha pasado tanto tiempo que siempre está ansioso de tocar a alguien. Pobre puerta, pobre monstruo, pobre iglesia. Es el problema, y lo fascinante, de que aquí haya tantas iglesias. Monstruos, caballeros, peones distribuidos por toda la ciudad a merced del tiempo, a merced de la fé de la gente. No existirían estos edificios si Dios no despertara en la consciencia del hombre. Quizás es mejor así, a veces pienso, empujando un poco al agnóstico de lado. Existe la belleza en las fantasías de los creyentes, en sus rezos musitados con parsimonia ceremoniosa, en sus templos carcomidos de los suelos por los pies desnudos con que los visitan.
A veces sueño con visitar todas las iglesias para tomar fotografías. He encontrado los momentos de piedad más retorcida en ellas: el abandono de los objetos que jamás serán restaurados, las expresiones de los cristos rojos por la sangre emanada de su frente de espinas, las toneladas de oro protegidas –irónicamente– por un patrimonio humano que esperemos nos sobreviva los siglos. No lo haré, pero lo sueño porque con todo me gusta soñarlo como una aventura de rutinas. Ya me acostumbré al accidente de mis visitas. Fue en un accidente que me encontré con esta iglesia, y atravesé sus rejas sólo para robarme la imagen de la entrada. Los constructores, los arquitectos que recibieron divinas palabras, sabían lo que hacían: Toda entrada debe ser una fotografía, en todo momento, a los ojos del hombre. Una fotografía que cimbre, dé una cachetada, los minimice, les azore con el decreto de su condición humana.
–No hay que olvidarlo –me susurro, aprieto el botón, me voy de ahí–. También los constructores fueron hombres.