Leo “Poltergeist”, una novela más que arrostró para llegar a mi biblioteca. (Bonito verbo, arrostrar, me gusta mucho. Es preciso, suena rico). Lo leí de niño. Tendría como unos nueve o diez años. En ese entonces me daba miedo. Repentinamente, mientras avanzaba las páginas esta tarde, recordé imágenes de mi niñez, momentos de la película y fantasías escabrosas, imaginadas, que tuve alguna vez mientras devoraba el libraco. La escena de Marty en el baño y en el espejo, la mordida, el payaso sonriente.
No terminé de leerlo, lamentablemente no fue por pavor, sino porque mi tía Imperio me lo quitó. Me dijo que no sabía cuidar los libros luego de ver sus páginas llenas de grasa, de mermelada, de manchas de chocolate. Lo forró con un papel azul de regalo, lo escondió en su librero. Pasaba por su habitación, me asomaba, a veces le preguntaba si podía prestármelo para acabar de leerlo. Quizás lo hizo alguna vez, quizás lo manché de nuevo, quizás me lo quitó para llevárselo y dejar la historia inconclusa. Irónico, ahora ese libro me pertenece. Nunca he sido cuidadoso con mis libros. El tiempo que los tomo para leerlos o para revisar fragmentos, puede ser el momento preciso de su muerte, de romperse. Es el tiempo de mancillarlos con alguna delicia gastronómica, la grasa de los chicharrones, la salsa de las quesadillas. Ni modo, soy un lector cochino. Hay tantos libros que recuerdo y quisiera recuperar.
“Poltergeist” no tiene una prosa fantástica. No sé si los accidentes son culpa del traductor o del material original. Algunas imágenes me remiten a los diseños que hizo H.R. Giger para los espíritus y los monstruos, eso me agrada. Es una buena lectura para limpiar el paladar antes de continuar con Proust. “La prisionera”, el tomo cinco de “En busca del tiempo perdido”, siento que me capturó meses. No fue aburrido, no como el tercer tomo que me pareció una tortura. Al contrario, es abundantemente delicioso con mis personajes preferidos y las situaciones en las que se ven sometidos: de Charlus, los Verdurin, Albertine y finalmente, la hermosa Sonata de Vinteuil. No me explico la demora de su lectura. Es algo inefable.
Las páginas me parecían largas, larguísimas, los párrafos extrañamente sustanciosos, más que en los libros anteriores y me encontraba presa de un sueño. Supongo que me convertí en un prisionero. ¿La sugestión del título? ¿La constante referencia al ruiseñor de oro enjaulado y su cantar dorado? Cuando regrese a Proust, en un par de años, quizás pueda explicarme esas caminatas largas, esa multitud de voces que guardan silencio al momento que Morel empieza a tocar su violín. Supongo que llegué por un accidente a otro país. No podía regresar.
Siete tomos, supongo, tuvo que escribir siete tomos. Mientras leo a Proust pienso que logró escribirlo todo. Lo bueno: No se escribe para buscar algo novedoso, se escribe porque sí. Se escribe y ya. Darle un propósito a lo que siempre quise, o siempre he querido. Desmenuzar el lenguaje, sus efectos, encontrar la belleza, lo horrible. Escribir es fabricar un espejo. Es lo que soy, lo que imagino, un filtro de lo que miro reflejado a los otros. Puede ser chueco, puede ser angosto, deformado. La lectura es el espejo negro, así como el agua para el paladar, una limpieza de colores, de imágenes, darle descanso a la vista antes de continuar el cuadro. Me gusta escribir así como odio hacerlo. Una pasión de dualidades para mantenerse vivo, para decirse que se está cumpliendo el destino.
Caminos retorcidos que recorre uno.