El siguiente texto fue el que leí el 23 de Mayo en la Universidad Autónoma de Nayarit, con el motivo de mi conferencia: “Siento que un Dios anida en mí”.

El otro día desperté con el siguiente verso de Nervo en la cabeza, no podía dejar de pensar en él: “Siento que un Dios anida en mí”. Tan pronto lo saboreé, supe que iba a estar pensando largo rato en él, quizás pasarían años antes de poder olvidarlo, de pensar en otra cosa (que, si no me equivoco, “pensar en otra cosa” es otro de los versos de Nervo). Arrancando la línea del poema, ésta nos ofrece dos posibilidades igual de impactantes: El verbo anidar puede referirse a algo bello, hasta cierto punto inocente, como el nido de unos pajaritos. Por otra parte, ¿cuántas veces no hemos escuchado nido como una palabra para referirse a cosas menos amables? Un nido de víboras, un nido de gusanos, un nido de ratas. Siento que un Dios anida en mí. ¿Y qué Dios hace nido en mis entrañas? ¿El Dios de los gusanos, el Dios de los parásitos o el Dios de los pájaros rompiendo el huevo? ¿Es el nacimiento o la putrefacción?

Supongo que la pregunta, aunque es inquietante y no del todo estéril, también es inútil. Los dos Dioses son el mismo, el Único que en su infinita y supuesta omnipotencia, no puede darse el lujo de favorecer la existencia de uno sólo de los rasgos. La línea de Nervo, ese verbo tan preciso que expresa para referirse a ambas vías, no sólo brinda la posibilidad de la belleza, sino también el horror y la putrefacción. La creación que anida en nuestras entrañas no sólo es vida; la fertilidad de la tierra también es trabajo de los gusanos y los desperdicios. Los pájaros se alimentan de los gusanos que se retuercen. La muerte inexorablemente es compañera e impulsora de la creación.

Dice López Velarde, cuando escribe acerca de “En voz baja”, que: “Quien dice Nervo, dice vida múltiple, vida intensa, magia que educa a una generación y que logra discípulos”. Mucho tiempo abandoné la lectura del poeta pero ésta plática se convirtió en un excelente pretexto para acercarme a él con otros ojos. Ojos, espero, con algo de más experiencia. Éstas lecturas, aún si yo no lo quisiera, me convirtieron en un discípulo y no es para menos. Amado Nervo no sólo fue un admirable constructor de versos, un guardián de un lenguaje que cada vez nos es más ajeno, un compositor que requiere un estudio minucioso por la abundancia de maravillas, también resultó un prosista dedicado y un cronista amable, generoso. Fue un deleite leer su odisea en Europa, en “El éxodo y las flores del camino”, así como sus cuentos ingeniosos en “Almas que pasan”.

Cuando retomé su lectura, descubrí a un hombre sincero y una búsqueda imparable por entender a ese Dios de dos vías. Dice Enrique Díaz-Canedo que la obra de Nervo es una constante preparación a la muerte, algo que precisamente, no evita trasladar a uno de sus cuentos: “El miedo a la muerte”. La búsqueda del hombre, el cual es un proceso detallado que puede leerse en su obra, finalmente encuentra una paz, una respuesta que sólo nos queda esperar fue satisfactoria. Nervo duerme (¿y no es la muerte despertar en otro lado?) para encontrarse con ese Dios que tanto busca, el Dios que inspira una multitud de sentidos en distintos colores, ese Dios que desconocemos, y sólo podemos concretar a través de la imaginación, a pesar de tanto que se escribe, y tantos rostros que posee. Nervo se esfuma, como un ilusionista, en Uruguay, después de construir su propia ciudad tanatológica. La preparación a la muerte (importante en un país como el nuestro que compagina de manera curiosa y constante el humor con la violencia), tan sólo es un inicio si de verdad existe ese otro lado.

Como creadores y como lectores, Nervo aún tiene mucho que enseñarnos, desde el hombre: un viajero inquieto, defensor y promotor de la cultura, hasta como autor: el vocabulario olvidado que renueva por un sincero amor al lenguaje sin traicionar su principio; esa búsqueda íntima por entender el lugar a dónde vamos después de la vida y cómo llegar ahí de un modo que estos momentos sucedidos no sean un desperdicio, o bien, que esos desperdicios también constituyen una fuga creativa, un aspecto que vale la pena explorar y perseguir. En Nervo encontramos el amor no sólo a las musas, sino también a los amigos y los enemigos, además del encanto por los desconocidos y el desencanto de los ídolos. Es un personaje envidiable, con una carrera vasta y que no puedo dejar de observarla con admiración y con cierta duda: ¿Por qué el modelo de hombre, de persona, de Nervo se está empolvando? ¿Dónde están los perseguidores de los dioses? ¿Por qué hemos dejado de creer y de imaginar, semejante a los japoneses, en los espíritus que residen en todas las cosas?

Vivimos épocas crueles. El desencanto disminuye nuestra curiosidad fácilmente, nos opaca la vista. A la vuelta de la esquina, en una computadora o desde nuestro teléfono, olvidamos quienes somos, que somos humanos curiosos, condenados a preguntar, y que esas preguntas inciten esa búsqueda, y el sufrimiento que viene con el viaje, y el viaje que nos abre las puertas del amor, de la sorpresa y a su vez de un camino tan parecido al dolor. Viajar sin temores, viajar con el ánimo de acabar incompletos o inconclusos. El dolor también nos guía a observar la belleza, a través del horror también podemos palpar los detalles más mínimos en el espacio físico que nos rodea. No necesitamos leer las notas en un periódico para saber que estamos mal, basta con detener el auto y mirar los perros pudriéndose en la carretera.

Quizás por ahí deberíamos empezar: Vigilar las cosas, incluso las que nos parecen insignificantes. Detenernos a oler el perfume floral en el camino, mirar con atención los colores (sean intensos, sean opacos) que construyen nuestro paisaje, hacer un éxodo no sólo de lo que preocupa, sino de lo que nos dictan que nos preocupa. Siento que un Dios anida en mí, no sólo el Dios de los grandes enigmas, de los titulares gruesos y obstinados, de los jingles publicitarios que nos obcecan y nos sacan de nuestro sillón, como si fuéramos muñecos atados a hilos para conseguir una deuda más, sino el Dios de las pequeñas cosas, el Dios de los detalles, arriesgarnos a confrontar las palabras, los nombres, que nos parecen ajenos y validar su existencia en el mundo. Validar la existencia de otro nos posibilita existir junto a él, ya sea como un actor o un testigo.

Ese es el camino del creador, quizás solamente uno de múltiples: Resolver la pregunta de nuestro lugar en el mundo, en la historia, en el tiempo. Documentar quienes somos en ese momento, quienes fuimos, a través del vidrio retorcido de la ficción o de un momento lírico. La obra de Nervo es una enseñanza para este hombre contemporáneo atado a la máquina, atado a los procesos, prisionero de las redes sociales, minimizado por las notas amarillistas y dolorosas, a las obras estridentes y que constantemente repiten un mensaje, como si no hubiera esperanza: “Todo es lo mismo, todo ya es igual,Ó nosotros estamos aquí y sólo hay que esperar a la muerte. Mientras tanto, diviértete, no hay nada de qué asombrarse”. Los niños adultos estúpidos, como diría Huxley, a los que está condenado en convertirse la humanidad. La preparación a la muerte implica saborear el instante, asimilarlo en el cuerpo como un nutriente y regresar el nutriente a la tierra (en la muerte, en la creación).

Eso es lo que podemos encontrar en Nervo como hombres contemporáneos: Un respiro, una pausa para reconocer el lugar que poseemos en el mundo, la sensibilidad para cuestionarnos, escrutar y reflexionar lo que vemos, además de resolver el misterio de lo que no vemos. Un inicio para el rescate de nuestra humanidad en todos los aspectos, no sólo el lenguaje, que cada vez se alejan más y son reemplazados por una comodidad pasmosa y estéril. Como creador, aunque soy un hombre de estos tiempos, prisionero de las mismas reglas y las mismas obsesiones, sólo puedo soñar con tener un poco de los ojos que tuvo ese hombre y la única manera de hacerlo, de obtener un poco, de respirar como respiró él, de encontrar el inicio de un largo viaje que incite a la libertad, de que un Dios anide en mí sin importar si son ratas o pájaros, es leyéndolo.