Un gato habla, el salvaje licántropo sonríe, la niña cuenta una historia de fantasmas con suma frialdad. Los cuentos de Saki resuenan en breves imágenes, ecos de frases justas. La otra vez, en Twitter, por una cosa absurda como el día del gato, compartí dos cuentos y un poema (apenas) de gatos. Uno de Murakami (“El pueblo de los gatos”, fragmento de 1Q84), uno de Saki (“Tobermory”) y el otro de T.S. Eliot (“The Love Song of J. Alfred Prufrock”). Hubo una reacción favorable por el de Murakami, y cómo no, es el autor más leído, pobres de Saki y T.S. Eliot. Hay gente que no puede escapar de su realidad transformada paulatinamente en fantasía, el lector fácilmente duda de la realidad después de leerlo. Eso lo comprendo. Aunque, en verdad, si me preguntan de Murakami, lo que recuerdo es a Tengo viniéndose impulsivamente en la boca de su amante, una mujer casada, porque no tiene tiempo de avisarle. La mujer engulle los chorros de semilla, adaptándose a la situación y después de tragar, y de limpiarse a la boca, le pide secamente a Tengo que no lo vuelva a hacer aunque el hecho no le haya molestado, aunque resuena en el deseo primitivo y masculino de que lo volvería a hacer pero repetir sería romper algo. Las frases breves de Saki, cuenta las cosas a su modo, historias universales, pero esas pequeñas imágenes… (pero esas pequeñas imágenes). Mientras que Murakami escribe un caos sutil y sublime para eyacular, Saki interrumpe la vida con la sonrisa de un joven monstruo.