Hace un tiempo leí un libro de Gamification (o “jueguificación, en español)… palabras horribles aparte, es un concepto interesante y un tanto inseparable de la vida diaria, al menos para nosotros, los que vivimos en línea. Una cuenta en Facebook, en Twitter o en cualquier otra red social, es un indicador simple y efectivo de que ya somos jugadores y los puntos se miden a través de una serie de valores subjetivos que nosotros le damos a ese juego. La cantidad de seguidores, por ejemplo, o el número de likes o de favs que recibimos por alguna de nuestras ocurrencias. Según la jueguificación, todo el tiempo estamos jugando y aún aquellos monstruos que pueden prescindir del monstruo virtual de las redes sociales, algo tendrá en su vida que defina a través de logros, de triunfos, llegar a una meta involucra una serie de jefes finales a los cuales hay que vencer para sentir que hemos encontrado a la princesa.
El libro separaba a los jugadores en cuatro tipos, si mal no recuerdo: cazadores, exploradores, casuales y over achievers (por ejemplo los fraggers, que necesitan ocupar el primer lugar en un match de Halo). Como toda categorización… cada persona se compone de varios de estos elementos. El objetivo ahora, y desde los ochentas, según para las empresas, es crear “juegos” y “dinámicas” (me ajusto mi corbata, señalo el letrero que dice: “Recursos Humanos, pásele”) que apelen a la mayor cantidad de jugadores posibles, o bien, inventar un juego que apele a la curiosidad de algún jugador en especial. Por eso mismo World of Warcraft fue (y aún es) uno de los juegos más populares de todos los tiempos: ofrecía de una manera perfecta espacio para los cuatro tipos de jugadores.
¿Por qué hablo de esto? Porque, después de 70 horas acumuladas de jugar una madre, me doy cuenta que soy un explorador, coleccionista y un poquito over-achiever. Soy un obsesivo compulsivo. Estoy subiendo las escaleras para convertirme en aquel mítico videojugador coreano que murió por jugar 36 horas seguidas. Y en vez de jugar más, mejor me siento a escribir algo y después a dar un paseo antes de qué, efectivamente, me dé una constipación coronaria por no levantarme de la silla. Estoy jugando: Record of Agarest War.
Lo peor de todo es que no es un juego fascinante, sólo tiene cosas, muchas cosas y ya me metí en la cabeza que las quiero todas. (Explorador y coleccionista. Soy uno de esos que llenan de mierda su casa, porque todo puede servir, todo tiene un valor sentimental, nunca se sabe lo que se puede necesitar, pero con pixeles).
La historia, a grandes rasgos, tiene una embarradita de Tolkien y El señor de los anillos. Hay elfos, elfos altos (perdón, ¿así se dice? ¿o un elfo alto es… nomás alto?), mitrilo y un objeto maldito de gran poder que le pertenece al señor de la oscuridad. Un general de guerra (Leonhardt) pierde un duelo contra un caballero oscuro y un personaje misterioso, que le exige balance ante todo, permite darle el poder para vencer a dicho caballero a cambio de su alma y del futuro de su alma. Que poético, me dije, cuando leí eso y quise convencerme con la historia. Luego descubres que “el futuro de su alma” se refiere a que sus hijos tendrán la misma misión: seguir hasta que la oscuridad quede erradicada del mapa y el señor oscuro no cumpla sus planes.
Suena emocionante pero la historia no es tan buena como nos lo hacen creer. Combina el clásico humor japonés, ciertos estereotipos, con algo de mitología occidental y un simulador de citas. Los japoneses son unos maestrazos para romper géneros, al menos en lo que a videojuegos se refieren. Resulta que para perpetuar el futuro de mi alma, en cada generación tengo que escoger a una de tres heroínas para casarme con ella y procrear al siguiente héroe que seguirá la historia. Durante el juego, después de las cruentas batallas tácticas y pulir las armaduras, me hacen preguntas muy monas, como qué clase de mujer me gusta. Sí, lo sé.
Setenta horas y apenas voy en la tercera generación porque el juego ofrece un rango muy amplio de personajes y cosas para hacer: armas, armaduras y accesorios que necesitan ciertos materiales, puntos y dinero para construirse. El juego tiene una cantidad imbécil de puntos acumulables: puntos de esfuerzo por batalla, puntos de atributos para el grupo, puntos para la cofradía de aventureros, puntos por bañarse antes de meterse a jugar; eso sin contar los puntos de experiencia de cada personaje que utilizas. ¿No te gusta alguno de los personajes? No hay pedo, en un ánimo pokemonesco muy burdo, puedes capturar y combinar monstruos para usarlos en vez de usar a los personajes y todo lo anterior aplica. Además te lo advierten: “algunas de las mejores armas para monstruos, y sólo para monstruos, puedes conseguirlas cazando, combinando e intercambiando esos monstruos”. No son nada amables para tipos como yo.
Para ver todo lo que el juego puede ofrecer, según dicen, tienes que jugarlo dos veces. Si le chingas. Si no le chingas, al menos unas tres veces. Como todo JRPG que se precie, el juego ofrece su New Game+.
Me hace feliz tener juegos así, pero también veo la colección de juegos que he comprado en Steam y que no puedo tocar por estar atrapado ahí. También veo mi pila de libros que me faltan por leer (libros físicos, nomás) y además recuerdo, pues, que en unos días tengo que entregarme a un par de proyectos y mis horas de juego se verán drásticamente reducidas (gracias al cielo, cabrón, ya eres un hombre… ¿AHORA POR QUÉ NO INTENTAS, ADEMÁS DE SER UN HOMBRE, UNO DE PROVECHO. ¿O QUÉ? ¿QUÉ TIPO DE MUJER TE GUSTA? Las muñequitas virtuales de ojos y tetas grandes, ay-qué-puta-ternura-me-das. ¿Te vas a casar con una de esas o qué? (diría mi mujer… en realidad no lo diría, porque es una buena persona, y le gusta su marido como es, pero tampoco me crean en todo lo que digo, creo que soy un buen marido, hasta que la mirada se me desvía a una bustona virtual)).
Qué lujo ser adulto: sentirse culpable por monadas.
Ojalá pueda acabar el juego antes de morir.