Mateo descartó la advertencia de Casiopea. Entró a la habitación. El lugar era del tamaño de un patio escolar. Mucha gente, de todo tipo, ocupaba las mesas: gordos, amarillos, chaparros, de piernas largas y manitas pequeñas, de bronceados despampanantes e irreales, de cabellos tan rebeldes como los de una serpiente y negros como la profundidad de un pozo que de repente adquirió vida y piernas para presumir esa vida, y luego de un rato descubren una sonrisa de dientes tan blancos que pueden provocar un infarto.

Toda esa gente comía en silencio y evitaban mirarse a los ojos. Al fondo le pareció distinguir una mesa de bufete, hábilmente combinada con el aparador de una carnicería.

Hombres y mujeres, vestidos de blanco, destazaban y echaban la carne a los asadores; preparaban los platillos para una fila de personas que, después de llenar su plato, tomaban su lugar en alguna de sus mesas. Otra fila, en un extremo paralelo, desaparecía a través de una puerta que los llevaba a un cuarto misterioso, oscuro, como en una pintura surreal de Ende. Antes de que Mateo pudiera entrar a formarse para pedir algo de comer, una mujer robusta vestida de blanco se interpuso en su camino. Casiopea, oportunamente en sus manos, le dijo que la mujer se llamaba Colette.

—Vamos muchacho, conoces las reglas —dijo Colette apuntando a Casiopea—. Tienes que elegir tu lugar en el juego: ¿Eres cocinero o carne?

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