Le hizo feliz su mal juicio: Mateo creyó, genuinamente, que tenía la oportunidad de matar a un dragón, uno verdadero. Entendió, de pronto, que durante esos tres años había matado a una débil representación de lo divino, a los hombres que estaban hechos a la semejanza de Dios y que Dios era el dragón, una bestia perfecta e incomparable. Escuchó la risa estridente de Freitag, una risa vieja, mientras se calcinaba. El dragón crecía en tamaño, unas alas empezaban a crecerle en la espalda. Estaba dispuesto a destruirlo todo.
O, quizás, el dragón deseaba destruir la habitación de los hambrientos porque ya le había aburrido. Quizás era su deseo purificar el cuarto y que todos empezaran de cero: nuevas trampas, nuevos vicios, nuevos tesoros. ¿No era el destino natural de los dragones armar y desarmar laberintos de oro para los sanjorges del mundo?
Mateo aún vivía, en una suerte de ironía, y alcanzó a ver como sus compañeros abrieron la puerta. Otros carniceros entraron y fueron calcinados como si fueran mosquitos a la merced de un encendedor y un aerosol. Filo fue la tercera en hacerse polvo con un sólo escupitajo airado del adversario que lo venció. ¿Qué lo mantenía con vida? ¿Por qué el fuego no había acabado con él? Una breve sonrisa, si tan sólo pudiera contarle esta historia a Nico, a Dalila, a quien fuera. El mundo empezó a temblar bajo la espalda de Mateo, un hocico colosal lo tomó entre sus fauces y, mientras Mateo se perdía en el necesario descanso que le otorgaba la inconsciencia, el dragón se lo llevó volando.