Una canción de Arcade Fire dice: “My body is a cage”. El cuerpo como una jaula, en realidad, es una cosa viejísima y, sin embargo, sólo con la edad sé es consciente de que tan cruel es la supuesta jaula. Mi cuerpo es un templo. El templo de mi cuerpo. Y quien susurra eso, en mi caso, lo imagino como un barrendero que continuamente está trabajando sobre el mismo lugar. Se limpia la suciedad, se limpia las impurezas, lo mantiene joven dedicándose a él de una manera obsesiva. Por otra parte si alguien me dijera: “Mi cuerpo es una jaula”, me lo imaginaría como una joven mujer que no encuentra como salir de su propia vida. El deseo de trascender la vida material para que su espíritu, si acaso, signifique algo, algo más de lo que cree que ya es. Abandonarse porque lo material no le es suficiente y cree que su propia cueva es la única realidad palpable.
Para mí el cuerpo es un misterio y aunque dedico buena parte del día (debo ser honesto) en leer artículos científicos y seudocientíficos acerca de las maravillas del cuerpo, admito que es un misterio. Puedo creer muchas cosas, por ejemplo: alzo los brazos como un orangután y durante los próximos minutos me sentiré con más confianza, seré como un macho alfa, liberaré quien sabe que hormonas que me ganará el dominio en las próximas entrevistas y encuentros. También puedo creer que fumar, no hacer ejercicio, beber y dormir mucho será saludable siempre y cuando libere la feliz cortisona en los encuentros con los amigos y ría, ría mucho, sin necesidad de pagarme una sesión de risoterapia.
Tomo dos cafés al día por los antioxidantes lo cual me harán ver más joven, pero no uso protección solar cuando saco a pasear a mi perro y mi piel ya no se recupera como la de un joven. Cada cigarrillo que me fumo le juega una pasada a mi sistema nervioso y, contrario al mito popular de fumar para aliviar el estrés, eso explicaría porque a veces me asustan los ladridos del perro en el edificio abandonado por el que paso enfrente y también explicaría mi humor irritable cuando alguien interrumpe mi concentración, bien sometida por el freudiano oral de tener algo en la boca que me ayuda a enfocarme. Puedo creer muchas cosas pero no sirve de nada si no tengo un conocimiento íntimo, microscópico, de lo que está haciendo mi cuerpo.
Entonces nos dieron algunas facilidades. A lo largo de los años he tenido aparatos que miden la cantidad de pasos y de actividad que hago durante el día. Podría hacer una cuenta precisa de los pasos que he caminado en los últimos tres años. Tengo una app que mide el ritmo cardiaco a través del pulso. Durante tiempo estuve midiendo mi cantidad de consumo calórico y nutricional, primero por salud y después por diversión. Me interesaba saber cuántos números estaba tragando, consumiendo. Todo el tiempo sabía cuando me estaba excediendo. Pero no importa cuantas aplicaciones tengamos, el propio cuerpo avisa a su modo, y a veces juega con nosotros, por nuestro íntimo deseo de volvernos hipocondriacos y de entregarnos a un éxtasis narcisista, uno que va más allá de todo, ese impulso que nos obliga a estudiarnos a nosotros mismos minuciosamente, medir todo lo medible. Un dolor de cabeza y rememoro: caminé a la hora de mucho sol, probablemente me insolé, dos aspirinas y ya, ah… pero las aspirinas aceleran el flujo sanguíneo, tal vez me dé una taquicardia, mejor dejar el café y los cigarrillos un par de horas. Sí, un par de horas será suficiente.
El lunes desperté enfermo. Recuerdo el sueño, era acerca de unos pedófilos y cómo separaban su cerebro, sus experiencias, para meterlos en una computadora y analizar su perversión. Me despertó un terrible dolor de estómago y, después de la diarrea, la vida cambió un poco. Mis brazos y mis piernas estaban débiles. ¿Deshidratación?, dijo el doctor en mi cabeza, dos vasos de agua, un té de manzanilla (quizás dormí sobre la sombra de un manzanillo) y me tiré en el sillón, dormí unas horas más. Mi esposa me sacó del sueño para comer. La comida apenas me supo, unos tacos dorados de pollo y muchas verduras. Me sentí débil de nuevo, el doctor en mi cabeza sugirió más descanso. Dormí, dormí varias horas más. Desperté en la noche, la debilidad se había extendido a mi cuello, a mi cabeza, caminé como pude para servirme otro vaso de agua, me hice un café. Me sentía con síntomas de gripe pero sin ningún dolor en la garganta o mocos en la nariz. Fue el sueño lo que me enfermó, pensé, y la debilidad llegó, de un momento a otro, a una curiosa euforia. Apenas por unos segundos me sentí fuerte, quise reír. ¿Será algo neurológico? ¿Influenza? ¿Cociné mal la carne del otro día? No sea payaso. Me fumé un cigarrillo, el primero del día, fijándome si me lastimaba la garganta. No. Vaya, fumar es lo único que puedo hacer. Entonces seguiré fumando. Me rendí a no hacer nada por ese día. Quizás debas descansar el siguiente, dijo el médico interior, que pase rápido para que puedas hacer otra cosa.
Recuerdo cuando el cuerpo era una facilidad, un aliado, y no el perro callejero que te acompaña. Ese que se echa a correr y luego voltea a mirarte para ver si sigues ahí, y de repente se rasca el lomo contra el jardín porque las pulgas son demasiadas, y alcanzas a mirar los parches de piel donde antes hubo pelo, y los ojos lagañosos y las mordidas de otros perros a los que no sabía debía respetar. Con los años el perro se hará más viejo, pienso, y lo único cierto de dicho misterio es que con los años se irá degenerando, y quizás aunque habrá médicos que te digan lo que tienes, no les creerás, porque es aburrido creerle a los médicos. Te llevas ese perro a casa, porque a pesar de roto, lo has aprendido a querer, ya confirmaste su lealtad, su necedad de estar contigo a pesar del abandono. Quién desearía vivir sin esos segundos eufóricos a la mitad de una enfermedad.