Sólo una vez he nalgueado a una mujer sin su consentimiento. Desde entonces, y a la fecha, he mantenido una regla aburrida e invariable, pero civil y necesaria: debe haber un permiso previo, y si es posible, firmado y por escrito. Aquélla vez tenía dieciocho años, recién había entrado a un grupo teatral para tratar de descubrir una vocación que no sabía si tenía. Bueno, hay otro motivo y, como muchos de los motivos del hombre, es que había sexo oral de por medio. Pero ese es otro péndulo que gira, en otro lado de la memoria, y lo contaré, tal vez cuando alguien muera, en otra ocasión.
Aquella nalgada sucedió después de terminar un largo ensayo de “El hombre de la Mancha”. Dos de los actores, quienes interpretaban a Sansón Carrasco y a Miguel de Cervantes y Saavedra, se tiraban albures de un lado a otro. La directora interrumpió el ensayo para explicarnos a nosotros, los novatos, que ellos podían permitirse ese pequeño juego verbal porque eran los actores consagrados, jóvenes promesas de un talento indiscutible del que todos tendríamos a bien estudiar, y aprender. Su comentario no falló: todavía, a la fecha, todo lo que me gusta quiero memorizarlo para darme el lujo de romperlo aunque los sosias de Carrasco y de Cervantes, tomaron su justo lugar como ingenieros, actuarios, pilotos de aviación, hombres de verdad productivos.
Me sentí embriagado por el juego, la camaradería y los dieciocho años; una especie de pubertad tardía, presentía que abrí las puertas a lugares exóticos e insospechados. Minutos más tarde, otro de los actores alzó a una de las actrices en sus hombros y empezó a darle de vueltas. Se llamaba Sol, deliciosa ironía, como mi esposa. Y su hermana, Amapola, empezó a darle de nalgadas mientras giraban felices. Entonces Amapola me llamó, me señaló las nalgas de Sol, me invitó a través de gestos que me uniera al castigo de la riente, quejosa, gemebunda e indefensa Sol. Y, como era un imbécil contento y bruto, se la di. Una nalgada suave pero con la dureza suficiente para romper el juego. El actor la bajó de sus hombros. Sol me miró con desprecio, odio y no me dirigió la palabra hasta unos meses después.
En esos meses después, un día, nos sentaron en un círculo, sí, algo muy parecido al siempre poderoso Círculo de la Verdad, donde cada uno debía decir lo que le molestaba del otro. Suspiré por temor en vez de girar los ojos como he aprendido con el tiempo. Ya sabía lo que iba a pasar cuando fuera el turno de Sol y no me decepcionó, fue lo mismo que no me dejaba dormir: me había excedido por cederle el control a un impulso, pensé que estábamos jugando y largas noches meditaba si acaso lo había hecho por monstruoso, por sátiro, por perverso y no me veía ahí, habitado por la lujuria, por el macho o el diablo. Había caído en la trampa, no sólo la obviedad de la hermana que me había manipulado para aprovechar mi ebriedad, mi idiotez; había caído en mi propio goce de la niñez, la brutalidad que, me convencía, había recuperado en un instante. Y me recriminaba por ello. Sol no dijo mucho, fue breve: “Al único que tengo algo que decirle es a Agustín. Me duele lo que hizo y no quiero hablar con él, ni tratar con él, nada con él. Sigo muy molesta”.
Y tuvo razón. No podía excusarme. Por más pueril que percibiera el juego, era tan simplón como un hombre que había tocado a una mujer sin su permiso. En ese momento debí verlo. Gracias a ello, a la fecha, he aprendido a desconfiar de la euforia. Cuando fue mi turno, como hice antes (aunque la memoria me engaña, quizás nunca lo hice y esperé que las cosas cayeran-en-su-lugar como suelo hacer), pedí perdón y dije cuánto lo sentía. Dije que era lo único que podría ofrecer, además de dejarla en paz y no dirigirle la palabra; tratar de hacerme invisible a su presencia. Algo difícil para un muchacho tan rollizo y enorme como yo, pero fue lo único que se me ocurrió prometer.
Esa noche, o noches más tardes, por algún azar acabamos visitando un hospital. Sol se sentó junto a mí, hizo una pregunta, yo miraba ansiosamente a un hombre con el catéter repleto de orina. Cáncer, dijo alguien, y empecé a mover la rodilla. ¿Qué tienes?, preguntó Sol, notando mi ansiedad. El cáncer me enerva, respondí, a mi madre le dio. No sabía, dijo ella, y quizás me regaló una sonrisa miserable. El momento compartido fue el final del perdón, el péndulo había terminado de cortar la cabeza del culpable para el alivio de la víctima. Le había regalado a Sol cierta paz, quizás un contexto que explicaba muchas cosas: por qué la había nalgueado sin su permiso, por qué había caído en el juego insulso y perverso de su hermana, por qué me había dejado embriagar como todos los otros en esa edad donde es difícil separar a los pubescentes de los adolescentes; los imbéciles.
Y a pesar de ello no puedo evitarlo aunque la respuesta, así me gusta pensarlo, debería ser obvia. Algunas noches, mientras fumo y miro por la ventana, me pregunto si a Sol, esa otra Sol, le gustarán las nalgadas de sus amores verdaderos.