Mateo despertó, al día siguiente, gracias a un cubetazo de agua helada. Su cabeza pulsaba por la resaca. Limpia los mataderos, le dijeron, tienes un par de horas antes de que entren los carniceros. Quiso responder: voy a bañarme, voy a tomar un vaso de agua, necesito unas aspirinas, pero se acercó Filomena y le golpeó con una vara las rodillas. Cayó. Luego se levantó dolorido, el cuerpo deshecho y las rodillas ardiendo. El dedo anular izquierdo le dolía, estaba morado. Se frotó la frente, luego recibió un trapeador. Una cubeta metálica frente a sus pies. Apúrate, le dijo, tu último día de fiesta, de placeres, fue el día de ayer y será el último en mucho tiempo. Lo dejó solo. Susurró una queja y, como una respuesta, un último grito amenazador: no me obligues a venir por ti.

Se frotó los ojos y enfocó: estaba en una habitación pequeña; había un catre, un estante, dos uniformes. El baño no estaba separado del resto. Había una ducha y una taza que presagiaron los olores de su nueva vida. Dos dedos morados en su mano izquierda, ambos dolían pero se acostumbró. La luz era débil, como una triste cordialidad. Mateo ignoraba cómo llegó ahí. Bebió demasiado, comió demasiado. El excusado olía mal, tuvo ganas de vomitar. El cuarto era una prisión.

Tres dedos morados en su mano izquierda pero aún así, podía usarlos. En aquella mano llevaba sus nuevas herramientas (la cubeta, el trapeador). Siguió el camino hacia los mataderos. Seis habitaciones amplias conectadas por pasillos, de concreto, sin ventanas. Se imaginó a los animales arrastrados por ese pequeño laberinto mínimo y asfixiante. Por un momento olvidó la mansión, olvidó la fiesta perpetua, y supo que estaba en un mundo ajeno. No le parecía real. Encontró dos casilleros, uno para el pinche (sí, pinche Mateo, se dice malhumorado) y otro para el carnicero. No necesitó una llave para abrir el suyo, descubrió que cualquiera podía hacerlo. Adentro había cloro y otros instrumentos de limpieza. También encontró una llave de agua donde podía llenar la cubeta.

Mateo empezó su trabajo. Temblaban sus manos, cuatro dedos morados en la mano izquierda. Veía mal por la nausea. Lo carniceros entraron, lo humillaron y lo patearon. ¿Por qué no has terminado?, le preguntaron y le señalaron manchas, suciedad, polvo. Se rieron de él. El único quehacer, dijeron, y lo haces mal. Mateo no respondió. Su cuerpo estaba muy cansado, tampoco podía pensar. ¿Lo drogaron? Trató de luchar, mal responderles, pero no pudo. Lo corrieron de ahí. Filomena lo esperaba afuera, con la vara lista para castigarlo. Tienes que ser más rápido, repitió una y otra vez, el ritmo de las sílabas con cada golpe de la vara. Tie-nes-que-ser-más-rá-pi-do. Los dedos morados de su mano izquierda cayeron. Mateo y Filomena los vieron. Uno de ellos se rió, el otro los recogió.

Mateo regresó a su modesto cuartito. Recordó la última amenaza: espero esto no se repita mañana. Se prometió que no sería así, que no se pudriría allí adentro, que lograría salvarse de algún modo. Se lavó la sangre de la mano, en la ducha microscópica, apenas separada de la habitación y rompió uno de sus uniformes para detener el flujo, un flujo viscoso y podrido. Apenas le dolía. Piensa Mateo: Me voy a pudrir aquí adentro, pedazo por pedazo, y a nadie le importa, ni siquiera a mi cuerpo. Se tiró en su catre. Las vendas húmedas. Los dedos, ya separados de su mano, amorosamente puestos sobre la almohada, como un amuleto dispuesto a protegerle de las pesadillas.