Mateo pasó a la barra por un plato y una variedad de alimentos: dos bisteces, un poco de ensalada, seis variedades de embutidos, guacamole y tortillas. Encontró una mesa solitaria, bien oculta dentro del barullo de gente, de ruido y de platos. Aquí debe haber un truco, pensó Mateo, esto es una trampa. A pesar de la duda, se apropió del lugar vacío. Nadie se sentó con él. El lugar, mientras más lo observaba, le recordaba a esos hoteles playeros que ofrecen los paquetes de todo incluido. Sí, todo, excepto la soledad y la paz. Carne sobre carne, gordo sobre gordo, humores sudorosos revueltos como huevos y los cuerpos adornados con la maldad y versatilidad de la arena. Esto es lo mismo, dijo Mateo, y dio el primer bocado. ¿Por qué lo mandaron esos hombres a comer aquí? ¿Querían enseñarle una lección? ¿O deseaban revelarle que Caos, a pesar de su humor festivo y su ilusión del infinito, era lo mismo: el cántaro que nunca se llena, la serpiente que se muerde la cola, el niño que calcula un newton-rhapson? Sintió el estómago más vacío, todavía más. Se comió uno de los bisteces de una mordida, se metió un puñado de guacamole a la boca. ¿Por qué no te llenas, gordito? Empezó a cantar una voz en su cabeza, ¿por qué estás tan vacío, gordito?
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