Alzó la mano izquierda a la altura de su pecho para protegerse y preparó la mano derecha para dar las puñaladas. Corrió hacia Filo y pasó lo que esperaba: los carniceros gorilones se adelantaron para protegerla, ambos con cuchillos tan grandes como su cuerpo y afilados como el del propio Mateo. La mano izquierda impidió que le metieran la primera puñalada al corazón y le dio tiempo para cercenar la garganta de uno de los guardaespaldas. Entonces Mateo se felicitó y entendió lo que veía Filo en él: la velocidad, la precisión y la certeza de matar o morir.

El otro carnicero enterró el cuchillo en el costado de Mateo. Sentía como el aire se convertía en agua, en sangre. Lo expulsó a chorros por la boca, por la nariz y por el hoyo en su costado. Ya lo esperaba. Sus probabilidades desde el principio habían sido tan bajas. Ni siquiera tirando los dados. Eso pasa por andar dando saltitos de fe: a veces se gana, a veces se pierde, lo único que cambia es cuánto más confiamos en deidades a las que les importa un bledo cuan alto saltamos.

Filomena abrazó a Mateo con fuerza y sintió que lo apachurraban, como si fuera una bolsita de salsa. El carnicero que quedaba vivo le metió dos puñaladas más en el costado y en el estómago. Luego Filo tuvo misericordia y le tronó el cuello, como si fuera una gallina lista para hacerse caldo. El espíritu de Mateo alcanzó a ver, no sólo el rencor, sino la lástima en la mirada de Filo.

—Qué desperdicio —susurró ella.

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