1
Colette es la mayor de ocho hermanos. Gracias a ello, a sus trece años, ella comprende mejor que nadie una de las verdades fundamentales del mundo y en su familia, sólo ella puede verlo, puesto su padre y su madre están muy ocupados en trabajar y alimentar a todas esas bocas. Cuando Gerard le quita un peluche a Marcel y mientras Jean Cosseau le muerde los tobillos a Odette; Colette lo ve claro: Alguien debe imponer las reglas o el caos se apoderará de todos ellos. Sí, como todos los culos apretados que se rigen por las reglas universales e invisibles, Colette comprende que las reglas son lo que separa a la humanidad de los animales. Gerard, Marcel, Jean Cosseau, Odette y otros nombres franceses más, así como los siete hermanos, los padres, algunos perros, ningún gato y ciertos ciudadanos despistados, pronto son sometidos por un canto desesperado o, mejor dicho, por un jalón de orejas bien fuerte para darle un rigor saludable a la existencia. No tarda en restaurarse la paz. Dejan de morderse, dejan de robarse, de matarse ficcionalmente como bestias tratando de dominar un territorio. La voz que canta es de Colette.
2
Cuando Colette entendió como imponer el orden, también aprendió que la gente sin dirección y sin reglas, podían ser fácilmente sus esclavos. O algo parecido a sus esclavos. Aquí podemos verla, gordita y sonrosada, frente al pizarrón verde cenizo del salón de clases, anotando en un cuaderno el nombre del alumno que rompa las filas. Claro, ella tenía que ser la encargada de decidir lo malo y lo bueno. ¿Qué es lo malo y qué es lo bueno? Eso es algo muy sencillo. La maldad es toda acción que quiebre la armonía según los ojos de Colette. Por ejemplo, Nicholas (pelirrojo y de lentes) se levanta y tira una hoja de papel al filósofo cansino de Pierre (es tan gordo como un escarabajo campestre). Algo ha pasado y entonces el mundo está mal, la realidad debe ser restaurada, la sensación de la ruptura taladra el cerebro de la niña encargada de resguardar el orden. Colette hace un sonido que sólo expertos como ella conocen: un siseo tan alto que impone el silencio y todos los niños voltean a mirarla. Ella levanta la mano, anota nombres en la libreta y cuando llegue el profesor, no habrá piedad ni para Nicholas ni para Pierre. Ellos ya están perdidos pero los otros treinta alumnos se someten a la verdad de Colette, la cual es la verdad del mundo.
3
Charles, el novio de Colette, le regala un ramo de rosas y ella lo acepta con una sonrisa y bien practicados gestos de seducción y decoro. Otro día, Charles trata de darle un beso en la mejilla pero ella impone el dorso de su mano. De aquí no pasarás, joven enamorado, dice el narrador que documenta las vidas de Charles y de Colette. Él insiste pero su mano es más fuerte. Cualquiera diría, si los viera, que Colette puede agarrar al enclenque de Charles de los pies y darle de volteretas cual papalote. El novio se irá, cada día, un poco más aferrado al recuerdo de la joven sonrosada y rolliza; sin embargo, y eso lo sabrá Colette más tarde, para que un hombre se aferre debe haber un pedazo de carne, de queso, un premio ocasional que permita alimentar las esperanzas urgidas del estómago, o del sexo. Mientras tanto, cada noche, Colette se encerrará en su habitación y mientras se desnuda, y contempla su cuerpo en el espejo, pensará que todos los sacrificios que ha hecho por conservar el orden del mundo, son la ofrenda perfecta para que uno, o múltiples dioses, le den la entrada al paraíso. Cuando esté allí (Colette ya se ha puesto la piyama), uno de los enviados divinos le dará un uniforme. El siguiente mundo también necesitará personas que vigilen las reglas.