El bosque de la mansión hacia los edificios exteriores estaba más descuidado que el pequeño prado por donde entraron, o que el Jardín de los Sabores, el cual había pasado en su camino al sector A3. Los árboles se alzaban orgullosos e imponentes, silvestres, poco controlados, como estatuas dispuestas por un excéntrico y caprichoso millonario, sin disposición humana o intencional. Estaba anocheciendo. Quedaba como una media hora más de luz. Revisó el teléfono. Había caminado 200 metros. A cien metros, entre los árboles, podía ver la entrada al edificio (el sector A3).

Mateo se alegró de no haber salido de noche. Se imaginó que podrían haber lobos o algún otro tipo de depredador en los bosques de La fiesta perpetua. En el camino había escuchado gritos y risas, no muy lejos de su posición, al noroeste y al este. Primero, Mateo pensó que eran salvajes que se divertían demasiado y luego su imaginación echó a volar: asesinos, violadores, ladrones, malditos. Aunque Casiopea no le hizo ninguna advertencia, nadie le garantizaba su seguridad en los bosques.

Tierra de nadie, pensó.

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