Después de vencer a Colette, a diez personas y a un luchador semiprofesional llamado el Gerente; Mateo creía, honestamente, que vencer a un dios sobrepasaría los límites de su suerte. Así que cuando la deidad de la Habitación de los Hambrientos, una presencia de doscientos rostros, mil extremidades, dieciséis lenguas y tres ojos, cuyo cuerpo era una sombra que jugaba perpetuamente entre la carne y el humo, expresó sus ansias de un sacrificio con un rugido estremecedor, Mateo levantó los brazos, preso de un candor religioso, y rezó once veces la combinación de un Padre Nuestro, un Ave María, los dieciséis chakras de Raramurih y las coplas por la muerte del padre de Jorge Manrique.

Ningún dios que se respete cede al primer rezo de sus fieles, especialmente los que se convirtieron en el preciso instante de lo inevitable. Para ser un dios se requiere una buena dosis de desconfianza para la raza humana, esos perros que un día creen una cosa y nomás vuela un pájaro sobre sus cabezas, ya creen otra. Para romper a Mateo, el dios de los doscientos rostros hizo lo que cualquier otro dios hubiera hecho en su situación: besó a Mateo con sus dieciséis lenguas e inspeccionó su expresión con los tres ojos, mientras que sus mil extremidades, abusando de su sensibilidad divina, acariciaron y sobaron el cuerpo del fiel, del cobarde aquel que no había tenido el valor para huir como todos los otros.

El dios supo en un instante de qué estaba hecho Mateo.

Las mil manos tomaron al confianzudo y lo despedazaron como quien hace cachitos una hoja de papel cuando está aburrido. El dios de la Habitación de los Hambrientos se llevó los pedazos que tenía entre las manos a la boca, como si fueran frituras, y todos los triunfos acabaron masticados por tres pares de dientes. Entonces aquel dios de nombre impronunciable tuvo un súbito impulso de nostalgia. Hubiera jugado un poco más con él, no era como que lo despertaran todos los días. Ahora estaba solo en aquel lugar blanco y vacío.

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