Mateo y Dalila aprendieron la verdad cuando el fuego dejó de consumir sus almas: el amor se convirtió en el compromiso de la rutina; una búsqueda perpetua (igual que la fiesta aquella, donde todavía vivían y sobrevivían) por buscar aventuras para enamorarlos a ambos. No pienses mal, bebé. Ambos son hijos de los primeros hombres y como tal, ambos aprendieron a controlar el ardor de las llamas. La pasión debe guardarse en un bolsillo, no sólo por el terror de consumir los cuerpos, sino porque también deben existir los caminatas tranquilas para oler el pasto mojado, disfrutar los cielos estrellados y acariciar las narices húmedas de los perros ajenos. Esta es la tercera canción de Mateo y Dalila, la de los adultos, la de los viejos; una canción de secretos y de miradas comprensivas; una canción que revela la verdad sobre el mundo.

El mundo es una fiesta perpetua. Todos hacen lo suyo: los hambrientos comen carne humana, los amorosos se consumen, el diablo tiende las trampas pero a nadie más le importa lo que hacen los otros, a no ser que tengan a alguien con quien compartirse, con quien abrazarse y seguir los mismos caminos. Mateo y Dalila, cuando se encontraron las primeras canas (él se las quitaba a ella, ella se las chuleaba a él), supieron que a nadie más le afectaría la partida del otro. Sí, claro, la muerte son noticias, noticias que a veces cimbran y suspenden temporalmente la rutina, pero eventualmente uno hace las paces y el infierno dejan ser los otros para ser uno mismo, uno mismo mirándose en el espejo y contándose las arrugas, los triglicéridos, el azúcar, la presión arterial y el ritmo cardiaco.

El infierno es uno mismo hasta que conseguimos otro abismo donde asomarnos, ese abismo que nos regresa la mirada es un alma enamorada de nosotros. Si tan sólo hubiera entendido esto antes de perder a Arlette, antes de apostársela al diablo (aquí viene el coro). Si hubieras sido compasivo conmigo, habrías detenido este concierto o te habrías ido a escuchar a un músico mejor, un músico versado en algún otro instrumento, pero teníamos que ser tú y yo. Qué remedio. ¿Quieres saber de ellos? Murieron viejos y casi satisfechos, hasta que él se volvió loco y ella se volvió olvidadiza, hasta que dejaron de comprender las palabras y perdieron la memoria, hasta que la última caricia fue el último recuerdo agradable de ambos y luego se convirtieron en dos extraños, arrugados y apestosos, porque ningún dios tuvo la piedad de cercenar su existencia en tiempos más claros, tiempos más felices.

Pero suya es el alma que ascendió al cielo, uno después del otro, y ese uno recibió al otro en las puertas de San Pedro porque en el cielo, oh bebé, ese cielo que me está vetado, donde Arlette refocila con algún ángel justo y bueno, o quizás en el infierno donde baila pegada oreja y oreja con el diablo, ellos en el cielo o probablemente en el infierno, porque también enamorados se pueden hacer tantas maldades que crispan las manitas de Cristo y enredan las barbas de Dios, están juntos Mateo y Dalila, en otra misa, riéndose cómplices, mientras miran el baile solitario de mi Arlette. Requinto. El baile solitario de mi Arlette… Oh, oh, oh. El baile solitario. Finita la música. Déjenme solo.

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