Me compré unos lentes. No son oscuros y tampoco tienen graduación. Son unos lentes con una mica sepia (o anaranjada, no comprendo muy bien el color) para cuidar la vista frente a la computadora. Me costaron 700 pesos. El precio no estuvo tan mal. En el gringo los venden en 40 dólares. Ahora puedo estar frente a la computadora más tiempo sin sentir la incomodidad de los últimos días. Esto es especialmente vital para un hombre que ha decidido como su propósito en la vida escribir y todo lo hace con la computadora. Y aunque no escribiera, todo lo que sé hacer está regido por un código binario.
No, no soy de esos románticos que se atreverían a escribir un libro en un cuaderno. Todavía no, quizás lo haría si fuera noticia. Escribir a mano lo hacen los viejos, los condenados. Mi ruina es otra. Sin embargo, desde que me dio el patatús, el año pasado, no puedo sentarme mucho frente a la computadora.
Siento que me muero.
Racionalmente sé que exagero pero mi cuerpo decidió entrar a la batalla entre lo racional, lo imbécil y la cordura. Mi cerebro me juega malas pasadas, cada vez menos, pero todavía lo hace. Soy su juguete. Rasgos de hipocondría rompen mi tranquilidad como algún obsesivo que tiene en sus manos una hoja de papel y empieza a hacerla tiritas. Escojo alguno de mis dolores, por ejemplo: Si vivo sentado, pienso en algún momento, moriré de alguna aflicción cardiaca. Los hombres blancos y altos suelen tener problemas del corazón. Prendo un cigarrillo imaginario (cómo los extraño), estoy dejando que mi vida se vaya por un caño de pixeles, resoluciones mal medidas, videos de youtube, timelines quejumbrosos y crónicas en el deforma.
Ya valiste verga, hijo, como dijeron los asaltantes aquella vez, saliendo del cine con mi hermano, ya valiste verga.
Creo que “valer verga” está en el tono. Aquel hombre lo dijo despacito, guardándose la emoción, sin delatar su excitación o su cobardía. Como una madre que te habla en el oído y lo que diga, sea una tontería, se convierte en una canción perpetua para el corazón. La pistola era un prop, su actuación era la verdad.
Tengo que negociar con mi cuerpo, recordarle qué a pesar de los diez años de publicidad, nicotina y desvelos, soy un hombre de 33 años y no tengo boca de profeta. Si mal me va, apenas he vivido la mitad de mi vida natural. Quizás para el 2040 hayan inventado algo que prolongue la vida hasta límites horribles y entonces releeré esto, a mis 217 años, y tomaré una mejor decisión sobre si seguir con vida. Mientras tanto, la conversación de todas las mañanas empieza con: “No vas a morir y si te asaltan, te roban, te cortan una pata, no te van a matar porque eres un cobarde y les vas a dar hasta las nalgas”. Eso ha parecido funcionar, y las caminatas, y las lecturas compulsivas, y los videos de aficionado que le tomo a las nubes, y recordar la risa de ciertos cabrones que parece saben que nada de esto debe tomarse en serio.