A veces no puedo evitarlo, y mientras paseo les miro el culo y las piernas a todas las putitas que caminan adelante de mí, a mi lado o que me rebasan con su bicicleta. Trato de enfocarme en la música de los audífonos, en que la perra no jale demasiado la correa, en el cielo poblado de zanates pero luego aparece alguien con las piernas descubiertas y debo detenerme para mirar los péndulos que marca con sus extremidades. Algún romántico mexicano dixit. Entonces pienso, en mi tono más animal: si fuera más joven, si fuera soltero, si tuviera dinero, si tuviera poder (sí, un montón de pendejadas), esa putita sería mía. Esa putita sería mía. Estoy consciente que esa voz, esa segunda voz, es la de algún personaje. Un personaje que en sus pensamientos es un criminal pero en su vida es un cobarde. También puedo separarme de él mientras camino y observarlo, cómo su hocico lleno de baba y sus ojos enrojecidos son una actuación, un mero deporte, un delirio patético para suavizar la tranquilidad inexorable de las tardes. Soy mi propio putito.