Leí El tambor de hojalata unas tres o cuatro veces pero siempre me quedaba en el mismo lugar: la muerte de la madre. Acababa de morir mi abuela la primera vez que lo intenté y leer de niños escondidos bajo las faldas maternas, los pescados podridos, los dos hombres que la amaban y que estaban destruidos; me jalaban a un círculo vicioso de simpatía. Me costaba trabajo disfrutar otras cosas, otras lecturas, otras historias. Traté de leerlo a escondidas o en público, traté de leerlo en momentos donde pudiera llorar con libertad pero, después, sin importar cómo o qué, siguiera la lectura para cerrar ese libro y seguir con otra cosa. Alguna vez lo conseguí. Grass me detuvo muchos años. Grass no me dejaba ver la vida como otro que no fuera el pequeño Oscar, ese enano nefasto y desgraciado. El tambor de hojalata era mi catarsis perpetua. Aun, todavía, cuando quiero sentir lástima de mí mismo, busco alguna de mis ediciones del Tambor y leo como muere esa madre, una y otra y otra vez.


Por obvias razones, una de las relaciones literarias que más me interesaron estos últimos años, fue la de Günter Grass y Joachim Fest. Quizás ahora los dos se entienden mejor porque tengo la bonita esperanza de que estén platicando en el mismo lugar. ¿El criminal habrá alcanzado la redención a través de su literatura? ¿Por ser un niño, un ciego, se perdonaron todos los asesinatos? ¿Habrá un descanso después del descanso o perdura la angustia de hacerse polvo y qué, no importa el crimen o la redención, simplemente desapareciste? A saber. Es una pregunta que inquieta los huesos, que los pudre. Al menos podemos decir que la culpabilidad (el recuerdo, la ceguera) fue un motor literario bellísimo y poderoso, uno que le permitió tener control de toda historia y de toda imagen, de toda progresión que lleva al pequeño Oscar a perderse cada vez más y más. Los ruidos del tambor que marcan un ritmo. Empequeñecer a cada paso como el niño que entra a la casa de una madre sobrenatural. Mi última lectura del tambor estaba llena de los reproches de Joachim hacia Günter. Nefasto, quizás, pero una posible lectura, una lectura liberadora. Si Günter no está perdonado, si su alma no puede descansar, al menos mi lectura del Tambor puede ayudarlo, darle una hebra para una cuerda que lo saque del infierno. Ojalá.


Durante mucho tiempo pensé que la literatura era Günter Grass e intuía, como lector-escritor, que para crear un libro como el suyo, el único camino posible era perder la cordura. Después olvidé ese pensamiento irrisorio a favor de algo más práctico como, sí, ponerse a leer, a escribir, a estudiar, a escudriñar y dejar de pensar barrabasadas. Qué decir. Así hay historias que lo secuestran a uno. Te encierran en calabozos profundos y húmedos donde la ventana solo te deja ver una obra idolatrada y los únicos con los que puedes hablar son guardias translucidos y preparados para romperte un poco más. La locura es la libertad para escribir una obra cualquiera, sin pensar en los enemigos invisibles: el mercado editorial, los intereses de mi generación, el debate eterno entre los géneros, pobrecitos ellos, cuyo única misión es, según, salvar a los desinteresados, a los cínicos, a los puercos. La locura es una falsa esperanza y eso siempre se lo deberé a Grass: no son los murmullos del perdido, es el viaje de la imaginación y la memoria; es recrear la historia con un control preciso de los deseos, de las imágenes, de los buenos deseos que, por más que estén ahí, no siempre podrán escapar a la desgracia, a lo inexorable, a la muerte de los padres.