Publicado originalmente en guardagujas.
Con los años, por fin entendí que la literatura pulp es uno de mis placeres culpables. Tal vez la única redención en el gustito, el maldito pecado, es que en México nadie lee y difícilmente me podrían criticar un placer de 600 páginas. Alguna persona, en un descuido, mirará la portada de mi libro y creerá que en ese ladrillo de humedad y de moho está el secreto del universo, un manual técnico de cómo salvar al mexicano de la ruina económica o el recetario definitivo de cómo controlar los excesos -una gula desmedida- de la mayoría de nuestros gobernantes.
Pues no, ojalá. En esas seiscientas páginas, de un libro llamado Mandingo, te enseñan cómo bañar a un negro y cómo frotarlo con aceite de serpiente para endurecer sus músculos y convertirlo en un excelente perro de pelea. También tiene una curiosa explicación de cómo criar esclavos y las preferencias de cruza para tener esclavos excelentes entre otras cosas que la humanidad prefiere olvidar, dejar enterradas, porque pertenecen a uno de sus muchos episodios vergonzosos.
La literatura pulp es el hijo más orgulloso de la literatura de evasión porque es el más truculento, el más confuso. Muchas veces, una novela pulp construye un escenario que trata de problemas gruesos, históricos o contemporáneos, que son visibles pero está tan llena de muslos voluptuosos, caderas fértiles y piernas redondeadas, que confundimos al cerebro: no sabemos si sentir indignación, si nuestra alma se está manchando porque nos convertimos testigos de ciertas atrocidades, pero a la vez los hermosos personajes están buscando la menor oportunidad de copular, de sentirse vivos en medio de la ruina. Que no se confunda la literatura pulp con la literatura romántica. Se parecen pero el pulp suele inclinarse a la violencia, la sangre, las vísceras.
Aunque no debería haber nada de vergonzoso en este tipo de literatura. Los lectores, muchas veces, encontramos estos libros abrazados de los clásicos universales en los libreros de nuestros padres. Muchos empezamos a leer con Papillón, Sinuhé el egipcio, Mandingo o Verano del 42. Son libros de una prosa sencilla que muestran la fórmula de lo que debería ser una novela legible.
En México este tipo de literatura no existe, aparentemente todo se trata de colarse a un género pero envuelto de seriedad, de un aparente y engañoso sentido riguroso del oficio o del contexto en el que fue escrita la obra. El escritor es un mago, es el nuevo sacerdote, el nuevo guía del new age, el consejero más preciado del tlatoani. Muchas veces, parece que al escritor mexicano le da pena que lo vean como un simple contador de historias y que no se enteren sus colegas que así se ve porque puede que le nieguen la chela en algún próximo encuentro.
Otra cosa graciosa: si uno busca Mandingo en internet, uno descubrirá que la edición gringa es de lo más barata, con una portada maravillosa y sugerente, mientras que la edición en castellano es de tapa dura y muy discreta.
Este tipo de novelas persisten y han evolucionado en otros países, y todavía son los primeros pasos para que millones de lectores generen una rutina literaria, una vocación por los libros que se irá afinando conforme pase el tiempo. En México las reemplazamos, misteriosamente, por revistas como la del libro vaquero. La cual también es loable muy a su modo, pero todavía falta llenar ese nexo entre los dibujos y las palabras.
Envidio, muchas veces, el lenguaje llano que tienen estos viejos autores para impulsar, aunque sea, los inicios de una imaginación sencilla. Siento que nos falta ese espacio, ese salto que intrigue a los lectores y que, a través de prosa sencilla y personajes eróticos, muestren lo más básico: Métetelo en la cabeza, solamente quiero contarte una historia.