Mientras preparaba mi café con leche trataba de recordar si alguien más, en casa, lo tomaba así. Y no. Cuando visito a mi familia, en el D.F., pedir un café con leche siempre parece problemático y alguno de los tres componentes no está bien: la leche, el azúcar o el café. O es instantáneo, o es splenda o es leche de almendras, o leche de soja, o una combinación de todas las anteriores. ¿Entonces dónde agarré la costumbre de beber un café con leche? ¿Es meramente mía?

En el casting tomaba mucho café. Tres, cuatro o cinco cafés. No usaba leche, sino sustituto de crema (polvo blanco e inflamable de grasa). Cuando no era el café del casting (siempre rico), entonces salía al 7-Eleven por una combinación micha y micha de moca y capuchino; o iba al OXXO por un capuchino moca de Nescafé.

Dudo mucho que lo anterior haya fomentado el gusto por mis propios lecheros: mitad de leche, un minuto en el microondas, y café de cafetera o prensa francesa. Un poco de azúcar. Me gustaría presumir que mi mujer tuvo algo que ver pero no lo creo. Aunque suele hacer muy bien el café, aún cuando sea instantáneo, a veces la calidad de su receta es variable. Unos días le echa más azúcar que otros. Todavía no comprendo de qué depende ese cambio tan repentino de sabor. Creo que si pregunto, ella no sabría decirme y me haría sospechar de mí mismo (el matrimonio es una larguísima lucha para hacer dudar al otro de su cordura). Probablemente soy yo el que un día despierta con la lengua más dulce.

Estamos a mano. Por alguna razón a ella tampoco le gusta mi café.

Cuando tengo mucha pereza, lo preparo con café instantáneo; cucharada y media y sólo una de azúcar. La fórmula es similar, lo preparo mitad leche y mitad agua, minuto y medio en el microondas. Así lo acabo de hacer y así me lo estoy tomando. También garabateé senos en la taza-pizarrón porque, bueno, senos. Los senos alegran todo, aunque no sean necesariamente un ingrediente del café. O podrían serlo, es cosa de poner la mente en ello. Con mi café: un par de senos, mitad de leche y mitad café. Senos.

Después de garabatear los pechos de una mujer sin cabeza, pensé en lo que me estaba tomando. ¿De dónde agarré el gusto? Se me ocurrió, quizás, que lo mío fue por una memoria genética. En alguna parte de mis genes se prendieron switches: “Cuando llegue este cabrón a sus treinta, haz que le guste el café con leche tal cual como lo preparaba su abuelo tal”. Y el abuelo puede ser una línea de personajes y de razas, puede ir desde Narayanath Salazar hasta algún alemán campirano y perdido. Quizás se trate de un español, de un criollo, de un cavernícola. Somos una larga sucesión de personas y de tiempos que toman el café siempre de la misma forma, cuando cumplen a sus treinta, por una disposición genética a sentirnos confortados, iluminados, apapachados por una bebida y sólo puede ser de esta forma, porque los genes también predispusieron que si las condiciones no se cumplen, el día podría convertirse en una ruina, o una decepción cotidiana, de esas chiquitas pero que se van acumulando, y que eventualmente podrían ser el detonante de una tragedia más grande: patear al perro, orinar el jardín para matarlo o responderle mal al cartero en el día del cartero.