Publicado originalmente en guardagujas.
Cuando está a punto de llover, el cielo más gris debe ser el de Cholula. Aquí son comunes las tormentas eléctricas y me pregunto por qué diablos me mudé aquí, si los relámpagos y las centellas me ponen de nervios. Entonces se me escapa el aliento, recuerdo alguna canción de Leonardo Favio y hago una mueca indefinida. Claro, estoy en Cholula porque me casé y decidimos vivir en este hermosísimo pueblo bicicletero, en contra de toda comodidad y todo pronóstico. La vida sería más sencilla en el Distrito Federal. También sería menos salvaje. Hay tantos edificios y tanta contaminación, que es imposible discernir si está lloviendo o si vivimos el acostumbrado final del mundo.
Aquí pasa cualquier cosita y puede ser una novedad, una angustia, una felicidad imposible.
Pues ya estoy aquí y no me queda otra que leer, y respirar aire puro, y disfrutar un poco de la vida: los paseos con los perros, la mirada de la mujer que me soporta, el café instantáneo del huevón que no tiene ánimos para encender una cafetera. La lista de los solaces debería ser suficiente para alimentar la calma pero ojalá pudieran oír la tormenta eléctrica como yo la escucho. Los perros no pueden quedarse en calma, dan vueltas alrededor de mi silla como si yo fuera un tótem que pudiera ayudarlos en caso de una explosión magnética repentina. Miro a mi mujer de reojo. Ella rememora no sé qué insoportable humedad tabasqueña. Odio su calma.
Hace tres años se me ocurrió plantar un árbol de dólar en mi pequeño jardín. Creció tanto que ya puedo verlo desde la ventana del segundo piso. Cuando hace aire, se mueve como un muñeco de trapo que sufre y cuando llueve, despide ese agradable olor a eucalipto que me hipnotizó cuando nos conocimos y decidí comprarlo. En días soleados me gustan sus ramas fractálicas y grises; cómo sus sombras inestables cubren mi pequeño pedazo de pasto. El día de hoy, sin embargo, me pone de nervios; lo imagino como el único pararrayos del mundo y que, en algún momento, todo va a estallar.
Primero es la luz y luego es el sonido. Recuerdo, aún con los relámpagos, el hermoso Fiat Lux de Paula Abramo aunque ella usa cerillas, no tormentas eléctricas. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8. De haber sido físico no sería un supersticioso de la iluminación y sus estallidos; los tomaría como lo que son: un fenómeno, la naturaleza, una breve explosión de luz que, no importa que tan fuerte suene, todavía se encuentra lejos de aquí.
Uno de mis pocos consuelos es que, siendo prácticos, si un rayo le cae a mi pequeño dólar, si algún otro pararrayos no se le antoja más alto, cercano o adecuado a la naturaleza y su arista eléctrica, creo que ni cuenta me voy a dar. Al instante todo será luz y, aunque esté esperando un sonido, cualquiera, sólo me encontraré con una callada e impertinente oscuridad.