Publicado originalmente en Guardagujas.
En los primeros días de mudarme a Puebla, compraba unos cigarrillos en Sanborn’s cuando un muchacho mirrey me estiró un billete de cien pesos. Miré al niño a los ojos. Cómprame unos Gold Rush, me dijo, porque el tipo no me los quiere vender. Miré al chavo de Sanborn’s quien no pudo evitar un gesto de desprecio pero resistió el derechazo como los machos porque Slim de eso da cursos: cómo aguantar las chingas a perpetuidad y otros trucos del México roto y sucio que poseemos ahora.
El empleado dejó que yo lo resolviera con un sabroso gesto de levantar las manos y un usted dirá. Entonces sentí sobre mis hombros la mirada de un espíritu que me parecía familiar: Lobuki era testigo de aquel intercambio con interés. Era un examen. El chavito necesitaba aprender cómo manejar gente (Sartre rompe la cuarta pared y saca la lengua) para obtener sus cigarrillos. A pesar de que lo hizo con toda la autoridad posible, tenía miedo de una negativa contundente. Atrás había un grupo de jóvenes, de su misma edad, que lo esperaban. Intercambiaban miradas, palabras y risitas. De algún modo, más allá de la necesidad nicotínica, había un alma en juego.
Estamos aquí, le dije al niño, ¿no lo ves? Ambos estamos aquí. El empleado de Sanborn’s y yo nos miramos. No te voy a comprar los cigarros. Él intentó negociar. Yo dije que no. Él dio la vuelta después de balbucear lo que creyó eran los argumentos insoslayables e ignoré con una mueca. A veces pienso en ese momento y me pregunto si le habría comprado los cigarros en cualquier otra circunstancia. Probablemente sí, pero la diosa Lobuki le subió la dificultad a nivel diez: un niño contra dos chachos jodidos. Los jóvenes se rieron de su amigo.
Recuerdo, especialmente, la risa cruel de la niña y la mirada dolida del joven. Sí, eso también lo recordará él, aún hoy, años después. Lobuki saltó tras el muchacho. Le mordió la nuca. La marca quedaría ahí como una confirmación de un primer error. Sólo él sabrá qué tanto le costó no conseguir unos cigarros.
Lobuki es así de cruel porque los mirreyes, a lo largo de su vida, aprenden a asesinarla todo el tiempo. Las madres educan al niño: nosotras también somos el enemigo. Los padres educan al niño: todos tienen el potencial de ser tus empleados. Entonces ambas enseñanzas se combinan como un espiral de ADN, las cuencas de los rosarios, y las prioridades alcanzan, poco a poco, una complejidad mayor: si todos tienen el potencial de ser mis empleados, por ejemplo, mis amigos que son mis iguales también pueden ser mis subordinado pero a su vez ellos consideran la posibilidad de que yo sea inferior a ellos y el único modo de evitarme la penita es subir los peldaños, tratar bien al que está más arriba para alcanzarlo, competir aguerridamente con los bajos o los menos, y entonces se descubren en un escalafón sangriento mientras que las mujeres, las numerarias de Lobuki, asumen su responsabilidad como accesorios, una app en el teléfono que jugará en el equipo como el mejor recordatorio de todos los puntajes, y todas las luchas. Accesorios que vigilan con una capacidad casi divinal, cual madre imposible de telenovela, y estudian la feroz lucha mirreinal para enseñarle eventualmente a las crías que ellas son sólo un porcentaje de todos los trofeos necesarios para que nunca los traten como un pobre empleado, como un vil presta-nombres compra-cigarros por un mejor mañana asociación civil.
Lobuki muere todos los días. Ellas son las niñas que se ríen, sin intención de matar, con una crueldad infantil de lo más común pero después el macho les enseñará: estás gorda, tus dientes están feos, tienes nariz de empleado, en tu frente podría aterrizar un avión, no te quiero por tus fascinantes pelos de elote, eres igual a todas las otras y por qué debo elegirte a ti sobre otras veinte, otras treinta, otras cuarenta. Lobuki demanda entonces, a sus numerarias más fieles, las cicatrices, las operaciones, una maestría perpetua sobre los tacones y las tallas de sus vestidos característicos. Los lentes oscuros servirán para ocultar las ojeras, el rímel corrido, los ojos inyectados de sangre por ver tanta crueldad que, por ser demasiado tarde, ellas ya no pueden evitar. Y es una crueldad mínima, una crueldad pequeña entre todas las crueldades que nosotros, todos los otros, debemos soportar pero qué saben ellas, y qué sabemos nosotros.
Las mejores de ellas también estudiarán, también practicarán su oficio, pero toda la vida tendrán que luchar contra esos machos que las ven como algo ajeno al escalafón cierto y verdadero, el único que tuvieron presente toda la vida, donde incluso el peor de ellos tiene prioridad sobre Lobuki materializada, la mujer, el cosmos que siempre los estuvo alimentando. Sí, tal vez la madre en un principio tenía las mejores intenciones de conservarlos en un frasco, con su infantilismo intacto, pero al fin tuvieron que empujarlo al rodeo porque así las cosas. Así las cosas. Recuerdo la risa de aquella niña porque el mocoso no pudo sacarme unos cigarrillos. Lobuki putrefacta, Lobuki aúlla, Lobuki agoniza pero dio una última mordida y resucitará al tercer día. Quizás, viéndolo así, fue peor que no le comprara unos cigarrillos a ese muchacho.