La misma tarde que leí las notas de los perros envenenados, en mi camino al paseo regular de Nico, el basset hound, nos topamos un montoncito de croquetas dispuestas justo a la mitad de la calle. Nunca confíes en los regalos, le digo al perro, pero el perro ya se abalanzaba como una bestia abandonada y hambrienta y yo tiraba de la correa como si tratara de amarrar un barco a la mitad de una tormenta. El perro no tuvo la menor educación para escuchar mi lección moral. Supongo que por eso se tienen hijos: uno se cansa de hablar consigo mismo y, súbitamente, necesitamos una respuesta humana a nuestro impulso de autoexplicación.

Más tarde salí y regresé para limpiarlo, pero otra persona lo hizo por mí. Sentí, pues, mi eslabón en la cadena de las responsabilidades. Pronto regresaremos a la cuestión de la cadena. Mientras tanto…

Hablaba de los perros envenenados. Las notas están ahí pero, de lejos, parece que el asunto está perdiendo fuerza y no tarda en ser ignorado; diría que está en el lugar medio de una montaña de notas tristes y nefastas, y que pronto esta pequeña desgracia animal será reemplazada por otras. Si acaso me interesa un poco es porque soy dueño de dos perros y, como otros dueños, quizás no puedo dejarla ir tan fácilmente. Lo último que leí fue una entrevista a un veterinario que salió el veinte de octubre. Según les dieron de comer, a los animalitos, algo llamado estricnina y se supone que prohibieron su venta hace veinte años.

Quizás con la suficiente paciencia, una cadena se convierte en un rosario. Hay una persona que envenena perros en el Parque México. Lo hace depositando una pequeña dosis de estricnina junto con otros desperdicios jugosos para ciertas mascotas hambrientas. Pone los montoncitos de comida entre los arbustos. Bien puede hacerlo de madrugada o muy temprano, en horas de poca afluencia, y no se arriesga a ser descubierto. Pero, según lo que entendí, para ahorrarse los paseos de villano caricaturizado, simplemente preparó varias croquetas de antemano y dejó que los animales cayeran uno a uno, hasta que diez o doce perritos después, las autoridades decidieron cerrar para hacer una limpieza del lugar y los dueños responsables, e irresponsables, se asustaron lo suficiente para guardar a sus mascotas.

El gobierno sacó un pequeño letrero con recomendaciones, entre ellas: póngale correa a su mascota. El Parque México, según recuerdo, es un lugar donde no faltan los perros que corren por ahí sin correa, porque son amables, y tontos, y torpes, y enormes, y curiosos, y juguetones. En realidad no es culpa de los perros, sino de los dueños que tratan a su animal como un lobo de las praderas, recién domesticado por una suerte de ingenio neandertal, en una jungla de concreto. Se visualizan a sí mismos en una caricatura de Disney, paseando con el-mejor-amigo-del-hombre lado a lado para cazar al bisonte, al elefante o a un león herido. Yo sé, yo sé, no todos son así pero… es justo verlo de esta manera para entender los tres elementos: gobierno, dueños de perros y el asesino de perros.

Primero: la responsabilidad de la persona que asesina los perros debería ser indudable. Alguien despertó una mañana y decidió usar un químico que no está disponible desde hace veinte años en el mercado para matar perros. Es quien debería ser detenido y castigado según las leyes.

Segundo: sin embargo, quizás unos cuatro, cinco o seis de estos perros envenenados se hubieran salvado de haber llevado correa. A saber. Los arbustos parece una buena ubicación para engañar al dueño huevón que nomás lo saca en lo que se fuma el cigarrillo. Si el perro mete la nariz, qué flojera sacarlo de ahí… pero todos los perros perfectamente entrenados y acostumbrados a caminar con su correa, entienden al primer tirón que es hora de irse y que debe evitarse la exploración por ahí. Es decir… un poco de educación perruna; nada que no se aprenda con ver una temporada completa de algún programa de César Millán o leyendo alguno de sus libros.

Segundo bis: o bien, los dueños que no tienen una idea de lo que es cuidar, entrenar y mantener a un perro, sin importar el tamaño, lo llevan en brazos al parque y después lo dejan libre, a sus anchas, para explorar el mundo. Un animal así, por supuesto, se siente el rey y como se siente el rey, no sólo se trata de explorar y de delimitar su territorio, pero también de defenderlo a mordidas y ladridos.

Lo que me regresa al primero: ¿Qué pasa si el mataperros fue atacado por algún perro del tercero? ¿O qué pasa si el hijo de esta persona perdió la nariz, un par de deditos, la oreja por culpa de un dachshund demasiado altivo? ¿O nomás se despertó un día y los ladridos empezaron a molestarle las orejas? ¿Qué pasa si esta persona, en realidad, está insatisfecha por alguna resolución anterior del gobierno y de una cultura incompleta acerca del cuidado de un perro? Es responsable, no cabe duda, pero si…

Cuarto: es muy fácil culpar al gobierno de que la situación siga y que no tenga una resolución satisfactoria. Creo que es todavía más vergonzoso porque, desde que pusieron impuestos a casi todo lo que se refiere a animales por ser un artículo de lujo, pues se me ocurre que si mis mascotas están generando una parte de la riqueza nacional, entonces México debería ser primer lugar internacional en cuanto al estudio y la protección de los animales. Pero es que a mí se me ocurren estas ideas campechanas cuando estoy muy aburrido, ¿verdad? Mejor sigo pagando los 200 o 300 pesos más que me cuestan las croquetas desde su chistecito y que ocurra lo que deba ocurrir.

Al final, aunque el caso es doloroso, también es trivial comparado a otro puñado de ocurrencias nacionales, sin embargo, el mismo evento ejemplifica los alcances de lo absurdo y de una cadena de responsabilidades infinita. El mataperros es el primer eslabón de esta cadena, pero quién puede explicarnos de dónde viene su rencor. Entonces la responsabilidad debería caer en los dueños de mascotas, quienes en el interés mismo de cuidar su propiedad (está bien, el perro que alegra sus días) deberían ser firmes y cuidadosos en seguir reglas básicas de urbanidad: entrenar a su perro para caminar junto a ellos y, por ningún motivo, quitarle la correa en un lugar público. Pero por qué el ciudadano debería, además, de responsabilizarse por todas esas cuando el gobierno, que tiene el impuesto especial para todo lo que nos brinda un poco de felicidad y ese dinero podría ser ocupado en mejor vigilancia para los parques y, al menos, uno que otro centro perruno de educación para que los ciudadanos no estén tan turulatos y permitan a sus perros hacer lo que quieran.

Y qué tal si el gobierno, y algún juicio desafortunado y mal llevado, originó al supervillano que ahora envenena perros. Ah, pero el gobierno, esa entidad nebulosa y oscura que, sin embargo, flota sobre nosotros como una nube ominosa y dibujada y lamentablemente, a pesar de que es un sistema complicado e infernal de nuestra misma construcción, pues también lleva nuestro rostro. Pues sí, resulta que nosotros somos el gobierno; una cadena de personas que ama a los perros, o los odia, o prefiere a los gatos, o los mata. ¿Cómo ve? No vaya a ser que nos descubran. Rápido, patee la bolita.