Creo que uno de los grandes beneficios de ser presidente de un país, según he aprendido estos últimos días, es que uno puede inventarse sus propias misiones. La gente qué. Yo estoy aburrido y si quiero capturar por tercera vez al mismo mastodonte quién me va a detener. De todos modos soy responsable o no, ay hijo, ¿a poco hay organismos? No importa, no importa. Ser presidente es como el videojuego perfecto: un buen día, yo, presidente de La Grandiosa República de Cojime, despierto un poco aburrido porque soy demasiado listo para mi propio bien. No es mi culpa. Así nací. Entonces tomo un paseo flemático por mis jardines, mis patios, mis estados, mis zócalos y aunque escucho un suave y brevísimo clamor apenas inteligible (que el dólar, que los impuestos, que la corrupción, que la casa amarilla), encuentro la verdadera falla de nuestra nación.
Hace falta un túnel.
Pero ya, con la seriedad debida y que se merece este asunto, hace algunos números en esta columna dije que sólo un imbécil en este país sueña con ser astronauta. Un mexicano nunca ha tenido la oportunidad, y jamás la tendrá porque ay… mijito, en el espacio exterior no hay tortillas ni frijolitos (no sé ustedes, pero yo no me voy sin mis diez kilos congelados de maseca) y gracias a un complejísimo sistema de malpedez, estamos condenados a abandonar con muchas penas y dificultades este pedazo de tierra. Sí, está bien, concedo que es un bonito pedazo pero así nos lo dieron y no lo estamos mejorando. Así, mientras lo arruinamos, unos más que otros, nos vamos a morir. Sin embargo se nos permite creer que podemos ser otra cosa e incluso al mandamás de este antro le gusta jugar al centro de control. ¿No me creen? Nada más basta leer un tuit. Misión cumplida: lo tenemos. ¿Qué tal? ¿No se les enchinó la piel? ¿No estuvo tan sabroso como la voz falsa de Saúl Lisazo?
Espero que gracias a ese brevísimo pedazo de literatura, de ironía y de piedad, los niños mexicanos abandonen otro sueño de veras imbécil y poco gratificante: ser presidente. No hay una profesión más despreciable que obtener el poder ejecutivo de una nación. Según como lo veo, el tipo que consiga el cargo no puede hacer otra cosa que seguir atrapando al mismo criminal, una y otra vez. Y como Batman, cada vez que el Guasón se arrastra por el túnel, el héroe abre su capa y llama a una batipersecusión.
Quizás uno desee ser presidente con las intenciones de ser maligno pero a estas alturas, en una sociedad hipervigilante, tampoco se puede abusar del poder porque ya no está tan fácil y pues uno acaba vendiendo la casita que con tanto trabajo como gobernador uno se pudo agenciar, ¿verdad? Y luego ir a trabajar a los Pinos, todos los días, y poner la cara como si no hubiera pasado nada debe carcomer, pedazo a pedazo, el alma o algo similar al alma. Tampoco se sugiere casarse con una señora guapa porque despertará las dudas y todos los villanos pensarán que fue gracia de la televisora y luego hay que aguantar, el cielo nos libre, otra película de Luis Estrada. El pobre hombre ni siquiera puede publicar en redes sociales la foto de su calcetín para explicar a la gente que no estaba al revés sino que tenía un diseño chabacano porque la justicia poética se desborda y los chistes ya se oxidan más rápido, y sólo aumentan el hedor del hastío.
Algunos son compasivos y todavía creen, entre la ternura y el enojo y la resignación, que la situación es una cortina de humo para esconder, qué se yo, el súbito descenso del valor de algunos calzones usados. Las teorías de conspiraciones son como dios: creemos en ellas para el solaz de los días necios, perpetuos, jodidos. No hace ninguna diferencia si son verdad o no porque empieza el barullo, y un poco de enojo, pero el volumen se queda a la mitad, nadie abandona su puesto y todos damos, al mismo tiempo, la mordida a nuestro taco. Miro de un lado a otro y tengo la sospecha de que la broma es más sencilla. Según el informe, atraparon al Chapo porque salió de su guarida para ver si le hacían una película. Narciso número uno. Narciso número dos: misión cumplida, agarramos por tercera vez a quien nunca debió escapar. Quizás la verdad es más terrible de lo que podemos aceptar. A nadie le importa ya, todos sabíamos lo que iba a ocurrir y las cosas, sea como sea, marchan como deben. Así estaba escrito desde un principio.