Supongo que a falta de novelas de caballeros, en estos tiempos tenemos novelas policiacas, y una novela policiaca, además de salvarnos de vidas tediosas y rutinarias, enriquece nuestro músculo paranoico; un atributo muy necesario para soportar la trivialidad de los comunes días. Gracias a un amigo me topé con una serie muy extraña: Lookwell (o verse bien, el apellido de nuestro personaje principal, homónimo con el nombre de la serie, como se verá en la serie, obviamente es un chiste) y trata de un viejo actor (Adam West) sin trabajo que durante mucho tiempo interpretó a un detective que todo mundo confunde con otro (y el nombre de aquel detective televisivo es otro chiste porque siempre se acerca mucho a Batman).

La cosa es que Lookwell interpretó a un detective durante mucho tiempo y eso lo “enloqueció”: juega con procesos simples de pensamiento y los sublima para caer en el engaño, o en el propio invento, de que ha llegado a una revelación. Esto es otro chiste de la serie: close-up al rostro de Adam West y música dramática, pero suavecito, sin exagerar, después de todo no se trata de romper una cuarta pared sino de decirle al espectador que Lookwell, pues, que está en su punto más alto de locura. Por ejemplo, una cosa muy sencilla como: “se han robado unos autos” se traduce a: “seguro deben moverlos rápidamente” y después en: “han de ser material caliente, problemático”, y luego: “tienen que exportarlos rápido”, y finalmente: “es un esquema de robo internacional de autos”. Lookwell exige a la policía que lo dejen pasar para compartir su descubrimiento, incluso blande una placa de juguete que la policía le regaló como una amabilidad por su programa, hasta que un comandante lo escucha (una especie de Sancho ausente) y comparte un pedazo de información vital: “los autos robados son importados, amigo, donde valen más dinero es en nuestro país”.

Lookwell sólo duró una temporada, supongo que los capítulos deben estar por ahí (o en Netflix, no me he asomado a ver). El creador de la serie es Lorne Michaels, un cómico que tiene colmillo para esas cosas. Sólo vi el primer capítulo. Me reí mucho.

Algo tienen los locos o, en este caso, me gusta más el término de los imaginantes; aquellos perdidos que siempre juegan a que son otra cosa, que no sólo hacen reír pero revelan un pedazo patético de nosotros mismos: estamos atados a la realidad y sus reglas, y las reglas del mundo pueden ser oscuras o luminosas, pero comúnmente son francas, aburridas y rutinarias. Quizás por eso los japoneses practicaban con una tenacidad admirable el encontrar belleza incluso en lo más común, lo más insignificante. Y es cierto, quizás es posible, pero levantarse todos los días con los lentes de la felicidad debe ser un fastidio. Así como nuestro presidente imaginario (otro personaje de ficción, un intermediario entre el hombre y el internet (o la máquina)), el becario o el sobrino que maneja las redes sociales, se aventó su “misión cumplida” para creerse el comandante de una nave espacial, Lookwell se convirtió en policía, Madame Bovary se hizo la heroína de una novela aristocrática y Quijote es un caballero. Nosotros, no se olvide, somos Sancho.

El equilibrio de las pistas / La escuela de los opiliones