Hace algunos años, dijo Facebook, tomaste una fotografía de este momento: compártelo ahora. De lo que hablaba Facebook es de una fotografía que le tomé a la fila del Oxxo uno de esos días maravillosos donde sólo había una caja abierta y como seis personas esperando. Me dio un poco de vergüenza que Facebook creyera que mi pequeña crítica al Oxxi como una burocracia diminuta y simulada era un recuerdo valioso pero lo compartí de cualquier manera porque en ese momento me sentí muy irónico, harto sardónico y estaba disfrutando en pleno el humor del sabadaba. Ya, en serio, no sé cuántos whiskies había bebido de más (qué barbaridad, dejaré de contar las bebidas porque van a creer que soy un borracho y nada más lejos de la verdad; los borrachos siempre son los otros).

Sin embargo, hace unos días, Facebook me recordó que hace unos años (marzo 2012) le tomé una fotografía a mi diario de lecturas. Hablaba de Proust, de Barthes, libros que modifican la experiencia de otros libros y vidas que modifican la experiencia de otras vidas (por si creían que todo es whisky, mirreyes y buscarle lo chipocludo al cuello del ganso. Quíhubo). Esa misma mañana, justo al despertar, había anotado en mi diario de sueños (chiste: ¿cuántos diarios se necesitan para construir a un ser humano?) que había soñado con un libro de Proust, El mundo de Guermantes. Entran en conflicto la superstición de la memoria (mi cerebro despierta las neuronas de los años pasados) y la banalización del recuerdo (mi vida presente también es la vida que ya no es: MIRA MIRA MIRA). Mi experiencia de Proust se ha roto un poco por la gracia de la multiplicación de las redes sociales y su insistencia en armar una casa, una persona binaria, a través de la construcción de momentos sugeridos por el chispazo de un algoritmo. ¿Cuántas personas, de verdad, sienten una ansiedad por convertir cada día en un aniversario?

Pero la superstición, al final, también es deliciosa. De unos días para acá, mientras leo una novela que me pidieron de favor que leyera para hacer una comparación de lenguaje y traducción (y es una novela horrible, espantosa, pero el mercado siempre gana), he pensado que me haría feliz releer a Proust. Así nomás. Por el placer de regresar al chisme aristocrático y las porquerías del viejito perverso del barón de Charlus.

También es cierto, a pesar de los inventos matemáticos de algún ingeniero de las redes sociales, que nuestra cabeza y nuestro corazón tiene su propio algoritmo para buscar la felicidad propia, la satisfacción suficiente para sobrevivir a los incendios, a la violencia, a las palabras hirientes y los recuerdos dolorosos. No sólo persiste el recuerdo de mi felicidad cuando leía a Proust sino también la felicidad de esos días, del 2012, y así no sólo los libros modifican la experiencia de otros libros, pero también la vida. Los libros que cuentan son los que se entrelazan y sumergen en nuestras propias memorias, son los que reparten sus palabras en nuestros recuerdos, son los rostros de los personajes de ficción y de nuestros amados compartiendo un mismo espacio en la fotografía de nuestro palacio íntimo y melancólico.

El recuerdo modifica la experiencia del recuerdo / La escuela de los opiliones